EL SENSACIONAL RELATO DEL FANTÁSTICO MUERTO DEL CORAZÓN INMORTAL.

juan sarmiento buelvas

 

                                                                                                 Introducción.

¿Porque tuve que morir tantas veces?

¿Por qué tuve que volver a vivir sin haber resucitado?

¿Porque mi muerte fue un desastre?

¿Por qué seguí casi tan vivo escribiendo mi propio desastre?

¿Acaso daré gracias a la muerte que no me supo matar cómo debía?

¿Por qué me dio la oportunidad de cantar como canta la cigarra cuando sale de la tierra en semana santa para luego regresar asistido por mi propio entierro y olvidar que un día canté mi propio Epitafio para regresar a la tierra que un día me vio nacer?

                                  El frío intenso de esa mañana del lunes 12 del mismo mes en que fue intervenido quirúrgicamente en un hospital de alta complejidad de esa elevada y fría capital marcaba el feliz final de esos  interminables días confinado en un pabellón  de recuperación para pacientes en el “Post operatorio”, le anunciaron que ese día sería dado de alta después de los consabidos exámenes de rigor y el lleno de los requisitos indispensables para ser sanitariamente apto para vivir repleto de felicidad por el resto de vida que le tendría deparado el futuro impensable en el mundo del “Todo puede suceder”

Fue conducido hasta la puerta principal, salida que lo llevaría nuevamente a su añorada felicidad, conducido en una silla de ruedas guiado  por una hermosa  y sonriente enfermera de inmaculado uniforme tan blanco como las nubes que a baja altura  serpenteaban los rascacielos de esa encumbrada ciudad;  dos mil ochocientos metros más cerca de las estrellas, en sus piernas llevaba de compañero un maletín de cuero de color marrón y un portafolios repleto de fórmulas y toda clase de documentos solo para pacientes  convalecientes,  se le notaba en su cara la alegría por tan magno acontecimiento,  le acababan de dar de alta.

Con una sonrisa a flor de labios la enfermera lo despidió, no sin antes desearle una muy feliz  recuperación y un resto de día saludable,  y comunicarle  que hasta ahí gozaba de su agradable compañía. Con alguna incomodidad se incorporó, con un ligero apretón de manos y un beso en la mejilla  se despidió de su bella conductora,  quien  dio media vuelta y regresó con su silla de ruedas al interior del complejo hospitalario.

Quedó parado, estático frente a esa avenida en la ladera occidental cerca de la zona verde a merced del despiadado clima de la fría capital, desorientado, no conocía a nadie en esa maraña de viejos y descoloridos edificios que contrastaban con el  glamoroso  maquillaje  de luminosos  avisos comerciales que para él era como estar parado en otra galaxia.

A su mente en ese momento se le vino el recuerdo de su pequeño y bello pueblo de calles polvorientas y niños jugando en las terrazas de sus casas sin necesidad de  escoltas ni nadie que los cuidara, añoraba el calor de su costa caribe que por la época del verano lo atormentaba con sus casi cuarenta grados centígrados de temperatura diametralmente opuestos a ese penetrante frío que le calaba los huesos a esa asfixiante altura en medio de la altiplana Urbe enclavada en esa abrupta cordillera, observaba todo a su alrededor, los autos desplazándose a gran velocidad devorando kilómetros de pavimento de la congestionada avenida, el desespero de sus habitantes, la vida acelerada y la falta de calor humano lo exasperaban, no saludaban, como tampoco se inmutaban ante su reverenciado saludo, con la mirada siempre al frente caminando apresuradamente al compás de las exigencias que le imponía la rutina diaria  y casi siempre recibiendo órdenes a través del teléfono que los convertía en autómatas de las comunicaciones, todo era con indiferencia, Vivian en un mundo de locos acelerados como persiguiendo algo, eran esclavos del destino en la gran ciudad,  algunos de vestido entero, otros escondidos tras  ruanas y ponchos, los más aristócratas con su almidonada gabardina hasta debajo de las rodillas, las mujeres en igual rutina pero con una  bufanda de lana enrollada en su cuello, grandes y oscuras gafas he impecables medias veladas con sus bolsos colgando de sus hombros y manos forradas por guantes de piel de vicuña hasta los codos que sujetaban un paraguas de colores diversos al puro estilo de las postales que alguna vez observe enviadas por una hermana residenciada en la capital de algún país  Europeo, ¿tanta  diferencia con el ligero y desparpajado vestir de sus vecinos  del caribe tropical? camisas de manga corta abierta a medio pecho abanicándose con el popular sombreo costeño confeccionado de fibra vegetal y sin tanta parafernalia, ligeros y abiertos calzados que dejaban entrever gran parte del final de sus extremidades inferiores,   todo en contradicción con el  acelerado ritmo  en la rutina del diario devenir capitalino.

Quedó impresionado con esas grandes he interminables avenidas, el flujo incesante de vehículos de todos los colores y tamaños circulando en todas direcciones que obligaban al parroquiano a cruzar calles por elevados puentes solo para peatones, estaciones del servicio del transporte urbano integral repletas de personas desesperadas,  colas interminables para ingresar a los portales, colas para recargar las tarjetas de pago del servicio, colas para ingresar a los articulados, colas para estar parados durante todo el viaje a su destino final, y colas hasta para bajarse apenas a mitad del recorrido porque todavía no terminaba esa osadía de llegar a su casa, aún tenían que abordar otro pequeño bus alimentador al final del recorrido,  ¿colas hasta para hacer colas? lo sorprendía todo.

Que diferencia con la apacible rutina de su pueblo placido y tranquilo en la ribera de la margen izquierda del rio grande donde todas las distancias eran cortas , donde los niños jugaban por las tardes después de la salida del colegio en las terrazas de sus casas sin nadie que tuviera que cuidarlos, donde todos eran compadres, amigos y colegas de cualquier cosa, donde todos se saludaban y formaban tertulias en cualquier sitio y por cualquier cosa, donde las únicas COLAS que se veían eran las de esas hermosas y monumentales mujeres  caribeñas de tez bronceada por las caricias de los rayos de ese embrujador sol, que era lo único que los apresuraba a la infernal hora en que solamente el ala de sus sombreros los protegía desde la cabeza hasta sus pies y su sombra únicamente era pisoteada únicamente por  su anfitrión a esa hora en que sus fluidos gástricos eran alterados por  la ambrosía que se desparramaba en absoluta libertad de esas ollas sobre brazas de leña en la fonda de la muy experta en cocina criolla Aminta al amparo de la pared de la muralla del río y volaba libre como el viento esparciendo por los aires la fragancia de ese afrodisíaco manjar de gallina criolla con mazorca tierna y pedazos de apetitosas auyamas que les hacía recordar que en sus casas lo esperaba una mesa de comedor ataviada con un suculento viudo de boca chico salado acompañado por una blanca y harinosa yuca, plátanos y ñame aderezados por un apetitoso vinagre de suero con ají picante y de pasante la consabida totuma con guarapo de panela de hoja en las rocas y unas torrejas de limón tropical; digno adversario en la mesa criolla a la hora de reemplazar el encumbrado y vanidoso vino tinto de las mesas del aristocrático cachaco de saco y corbata de rancio abolengo y presumida descendencia Europea. 

Después de una larga reflexión decide hacer el recorrido a lo largo de esa arteria vial sin dirección especifica únicamente con el deseo de conocer algo de esa embrujadora ciudad que a pesar de sus criticas está convencido que también debe tener demasiadas cosas positivas y dignas de la capital del imperio de “La leyenda del dorado” pero hay que descubrirlas porque no piensa despedirse de quien lo albergó en esos impacientes días en que la  paciencia fue su mayor virtud para no sentirse como ratón de laboratorio a merced de esos señores de reluciente  bata de blanco impecable hurgando al interior de sus entrañas, se dirige al centro, a la gran plaza principal. Extensa área de superficie empedrada,  atestadas de curiosos turistas venidos de todas partes, queda embelesado con la grandeza y magnificencia de una basílica de tan grandes dimensiones, con su torre sosteniendo ese enorme reloj que nos anunciaba la hora al compás del sonido de grandes campanas traídas de ultramar en la época de la colonia y al fondo como enmarcándola se asoman los cerros tutelares que la vigilan y protegen de las ráfagas de gélidos vientos venidos de los páramos circundantes en las tardes en que el viento arrecia y los corazones se agitan

Martes 13, amanece, los ventanales del hotel donde pasó la noche están empañados y cubiertos de escarcha, decide abrirlos para apreciar el panorama que ofrecen las laderas de las montañas donde el gran ausente es el astro rey, pero la  densa y helada neblina cual nube viajera buscando refugiarse del intenso frío exterior; ingresa a la habitación, decide cerrarla rápidamente cercenando un pedazo de eso parecido a un blanco y espeso algodón  que queda dentro flotando y esparciéndose en el cálido interior por efecto de la calefacción opacándolo y enfriándolo todo, enciende las luces, el frío le entrecorta la respiración, ¿Qué hacer? No se le ocurre nada más que pensar en  un buen café caliente para mitigarle el espasmo producido por esa visitante indeseada que sin pedir permiso ingreso a la intimidad de su soledad, no lo piensa dos veces y decide alistarse para cumplir con esa cita que el destino le tiene deparada y de la cual él, no es más que el elegido para ese acontecimiento del cual ignora por completo, pero que ya fue señalado por el destino, ingresa al baño y gira los grifos graduándolos de manera tal que el agua caliente alivie el frío que lo invade hasta las entrañas y se sumerge en ese chorro de aguas caliente despidiendo vapores que le devuelven elasticidad a su entumecido cuerpo.  Por su mente se le ocurre abrir la puerta del baño para que la temperatura que expele el agua caliente de la regadera salga y entibie la habitación pero lo asalta el temor de que su huésped no invitada; ingrese y le congele hasta  el agua que sale  de la regadera.

Finalmente preparado y después del acostumbrado aseo matinal se dedica a empacar sus pertenencias que no son demasiadas y a colocar en el interior del maletín todo ese cartapacio de fórmulas y recomendaciones dadas por el galeno encargado y las ordenes y toda clase de inútiles y burocráticos  documentos a la hora de tramitar la retirada y dar por terminada su estancia de ese hospital de alta complejidad.

Junto con esa cantidad de papeles se encontró con la estampita del “Santo Patrono de los enfermos” que le obsequió la señora encargada de hacer el aseo en el pabellón compartido con los demás huéspedes, que dicho sea de paso: solo estaban allí “de paso” compartiendo esa sala donde para sacarlos de la rutina diaria hacía su debut un personaje de caricaturesca presentación; Un enfermero de desparpajadas costumbres y afeminados ademanes que nunca faltan en cualquier sitio y que por las mañanas hacía su presentación en el pasillo entre camas donde desfilaba como modelo en pasarela para un concurso de modas y contorsionando sus caderas como loca alborotada y lanzando besos venteados a lado y lado haciendo las delicias de  su respetable público que entre risas y rechiflas recibía pecaminosos piropos como “Buenos días mis amados y pervertidos enfermitos de mis amores”  

Por estar solamente en el tercer piso del hotel obligatoriamente le toca bajar por las escaleras como lo indica un escrito colocado a la entrada de los ascensores, pero contrariando esta disposición decide subir por las escaleras al piso de más arriba para abordarlo y poder contarle a sus amigos y familiares de regreso a su pueblo cualquier aventura inventada al respecto, ¿pero. . . qué mejor aventura  que una muy real y no inventada? Tan real como que en vez de ingresar al que bajaba entró fue al elevador  que hacia el recorrido a lo más alto del edificio, como quien dice ·Al que pide sopa le llenan el plato·  y cuando llegó al final del recorrido y todos bajan; en vez de quedar adentro para finalmente descender; salió con ellos y quedo pensativo con lo sucedido, no se atrevía a ingresar nuevamente por el temor de no saber a dónde  ir a parar la próxima vez, pero no quería bajar tantos pisos por las escaleras sin pasar la vergüenza de que alguien le preguntara porque no utilizó ese aparato que en un principio lo fascinó, pero que ahora no estaba tan seguro de su efectividad, pensaba que si descendía por las escaleras atraído por la gravedad ausente a esas alturas; con el ejercicio calentaría su cuerpo, expulsaría el pedazo de nube que entró por la ventana y se alojó en sus huesos, y sería la excusa indicada ante la posibilidad de ser interpelado por alguien ante la negativa de ingresar nuevamente a esa incomprendida cabina transportadora de temores represados y por qué no; pensar que ese aparato casi diabólico se transformara en una capsula de tele transportación como en la película ·Viaje a las Estrellas· para que lo llevara de una sola vez a su pueblo natal donde lo más alto que había subido era a un árbol a alcanzar jugosos y apetitosos mangos  y donde las nubes solo se ven en las invernales noches de borrascas cuando se fracturan en pequeñas gotas y se lanzan a la madre tierra para calmar la sed que la agobia después de ese inclemente verano que solo se da en el trópico, vacila y lo piensa antes de tener otro desenlace errático como el que le acababa de pasar, pero se asomó por una ventana, dejó caer su mirada al vacío; pero solo vio a su viajera y gélida intrusa flotando entre él y la nada.

Finalmente y después de decidirse a no bajar por las escaleras ingresa al ascensor donde la tensión que le produce encontrarse en el interior de ese cubículo lo hace sentir como reo confinado a la cámara de gases, no sin antes preguntar si ese era el que lo llevaría al primer nivel, sitio en que finalizó su angustiosa odisea de pasajero en el OBNI equivocado. Una vez en la calle abordó el taxi que lo conduciría a su cita con el destino, incierto destino que lo único cierto le era desconocido, por primera vez después de que ingresó al hospital volvió a sentir ese presentimiento de zozobra ante lo que estaba por experimentar por segunda vez, pero se encomendó a su virgen Morena mientras se persignaba y le dio una última mirada a la estampita del santo de los convalecientes que nunca pudo llegar a saber quién era ni como se llamaba, solo de Él; sabía que se la había obsequiado la enfermera encargada del aseo de su habitación compartida con los demás  vecinos que como el solo deseaban que llegara el día en que les avisaran que su estancia en ese sitio había llegado a su feliz comienzo de una vida nueva.

Después de todo ese rato de meditación; dejó su imaginación en blanco, no volvió a pensar,  se olvidó de todo, se acomodó en esa silla tan agradable y durmió tan plácidamente que casi se desconectó del mundo de los mortales  ese martes trece, día en que ingresó a ese mundo en que solamente; diástoles y sístoles lo tenían en la lista de los mortales inmortales.

Abrió los ojos, pero fue como si los tuviera apagados, se sentía como reo confinado al encierro absoluto, solo escuchaba los rítmicos latidos de su corazón, corazón que seguía latiendo en contra de la adversidad, luces inexistentes en un extraño cielo sin luna ni estrellas, soledad, absoluta soledad que solo evidenciaba en aquel extraño sentimiento que lo embargaba, silencio era lo único que escuchaba, trató de incorporarse, pero la pesadez de su cuerpo se lo impidió, efectivamente; se encontraba en medio de la nada, en medio de una mar que chapoteaba con el frustrado movimiento de sus manos inertes aguas que pringaban llenas de luces apagadas hasta el aire para caer convertidas en finas y cálidas gotas de arenas en un desierto de nieblas que flotaban como espíritus en un fabuloso  mundo donde todo era increíble, agua en movimiento que no formaba olas, tinieblas que daban una tonalidad de inercia a esa luz apagada, negras arenas que lo sumergían en una superficial profundidad que estaba a punto de sepultarlo sin ahogarlo.

¡Desconcertante!, intentó pararse, pero sintió que ese vestido blanco cual mortaja para un viviente ¡Que no vive! no lo dejaba incorporarse, pesaba tanto; tanto como si estuviera confeccionado del gris plomo que sumerge la red hasta el fondo de la nada, sintió un abismo entre él y lo demás, ¿lo demás? ¿Qué era lo demás? Lo demás era nada, no existía lo demás. Gritó; pero solo sintió la vibración del eco de ese grito encerrado que no decía nada.

 Por un momento su imaginación sintió el disfrute de su mano izquierda llenando un folio con palabras escritas, se sentía embelesado viendo fluir kilómetros y kilómetros del relato de una fantasía tan real como irracional, tan real como saber que no sabía nada, donde Él; dominaba la gramática como un erudito, la ortografía como el docente más ilustrado de las letras; de los mortales sentía la perfección del que domina el arte de la caligrafía, el fluir de melódicas oraciones que llenaban un pergamino desierto y de color sepia, seguía escribiendo por horas, días y semanas con una impecable  perfección, sus parpados se le tornaron pesados, un café aderezado con el aroma del mejor café suave del mundo brotó de la nada para apaciguar la sed del cansancio que le dejaba el hecho de hacerlo todo sin hacer nada, de pronto quedó absorto en esa carrera del destino, surgió un escoyo en su cantata, y apareció la pregunta, “¿qué ritmo estoy interpretando—que sonata estoy escribiendo? Mi otro yo me cuestiona: ¿para que escribo estos folios de mierda ¡folios que nadie va a leer! No tengo la perfección de un escritor, ni la afinación de la palabra escrita, ni la personificación de quien afila y pule palabras para que no sobren en el margen de las paginas, nunca he escrito ni una carta de amor sin inspiración, pero no, mi diestra insistía y seguía escribiendo porque mi cerebro me lo ordenaba así tuviera que hacerlo de vez en cuando con la izquierda porque la mano derecha se cansaba o  se negaba a escribir toda esa sarta de estupideces que no comprendía de donde brotaban”.

Sintió ese instinto animal que solo él llevaba por dentro lo estaba maquinando en esa pretensión, algo le decía que continuara, se sentía El Monarca de la nada en el trono de la nada, “¿porque estoy aquí? ¿Quién soy?” Lanzó gritos apagados, sin resonancia, sin respuestas, solo vibraciones de nada que se estrellaban en una frontera demasiado cercana y rebotaban hacia el nuevamente. “No sé cuántos días, semanas, meses o años llevo escribiendo estos apuntes, que lo siento más como un epitafio que una epopeya sin versos en medio de un océano que solo salpica palabras que fluyen de la nada” de la nada como ese desierto bajo ese oscuro firmamento sin luna, ni estrellas.

 “¿Que soy?” Expresión sin respuesta, que  es lo único que chapotea en su mente. “¿Quién me ha colocado en medio de este plato de insípido manjar de arena, mar y cielo, sin condimentos, ni especias, ni color?”. A su mente llega aquella famosa oración de un sabio de Siracusa: “¡Dadme un punto y moveré al mundo!”, ¿cuál mundo? “Estoy en medio de la nada y ni siquiera sé a dónde ni a que voy”. Solo ese tic tac interminable y acompasado de su corazón que no se cansa de latir lo saca de esta concentración. Su imaginación se esfuerza creando una ventana inexistente en esta escritura de su epopeya de mentiras, de mentiras como su furibundo corazón que late sin impulsos eléctricos propios y que se niega a dejar de latir, que sigue latiendo inerme como la planta sin espinas incapaz de defenderse de la cabra que a mordiscos la va desintegrando, sin bombear el vital líquido, que sigue latiendo y latiendo como reloj automático que no es necesario darle cuerda, o los modernos cronómetros solares que no necesitan que se les cambie la batería, ¡Pero! “¿De cuál reloj solar escribo en este pergamino imaginario? Si en esta noche eterna y oscura como mis pensamientos  no hay siquiera luz de luna ni estrellas,” ¿Será que estoy delirando—que está pasando?”

Sentimientos deseados y a la vez odiados por el propio desconcierto que le produce el encontrarse en este estado de Vulnerabilidad emocional y fuerza mental ¿equilibrio perfecto? Oscuros sentimientos lo invaden. La dicha de ser, de llorar, de reír de cantar, de soltar esas emociones represadas. Almas danzando que comparten con orgullo su libertad en lo incierto. Destino cruel, ¿vida cataléptica? Un arco iris de sentimientos diversos como las luces reflectantes de la torre de control de ese aeropuerto que invaden cada milímetro del espectro y que no se borran de su recuerdo como algo que quedó grabado en su imaginación para seguirlo martirizando a donde vaya hasta el final. La mente como base de la felicidad, rodeados de desesperación por la elocuencia de ese silencio. Expectativas fuera del límite de lo real, difícil de no salir frustradas. ¿Vale la pena el reto de vivir sin venderse a espejismos de felicidad inventada—o seguir la realidad de lo incierto?

 “¡No sé! Cada vez se me hace más compleja esta situación, no entiendo nada de esto que escribo, ¿acaso será esto un jeroglífico escrito en un papiro por un vecino de otro planeta? no sé en qué dimensión me encuentro ni a donde voy, no sé en qué momento comenzó esta horrenda pesadilla, todo es muy oscuro aquí dentro, voy perdiendo la noción del tiempo, de los recuerdos vividos, ya no recuerdo nada de mi vida, intento buscar en mis pensamientos algo que me diga ¿qué está sucediendo? pero no logro coordinar mi mente, no me puedo ni mover, el lugar donde me encuentro cada vez lo siento extremadamente más asfixiante y desesperante: aunque la asfixia por alguna razón; no me mata, siento que todo aquí dentro se reduce con el paso lúgubre del tiempo, toco a mi alrededor, las paredes son suaves y acolchadas, a pesar de todo me siento cómodo, parece que estoy en una especie de capsula alargada donde apenas estoy, esto me pone los pelos de punta y comienzo a exasperarme estoy sudando a borbotones, mi respiración se entrecorta, mi facultad para dilucidar se está desvaneciendo, el pánico comienza a apoderarse de mí y la claustrofobia me enloquece”

“¡Tranquilo, serénate! me digo a mi mismo, trato de pensar con mucha frialdad pero no lo consigo, no puedo seguir escribiendo ese imaginario y desconcertante libro que comenzó como una epopeya de mi vida y siento que se convertirá en el obituario para el saldo de esos días en que me siento al borde del inframundo y donde soy abandonado por mi fuerza, agilidad y reflejos, trato de buscar en mis bolsillos con dificultad y desesperación, pero no tengo movilidad, pienso que ahí puede estar mi teléfono, quizá no tenga señal, quizá se haya descargado la batería y así; de nada me serviría, sin embargo mi mente se esfuerza he imagina que con manos temblorosas hurgo en los bolsillos y encuentro y enciendo una luz, ¿será esa la luz al final del túnel? ¿La luz de la salvación eterna? la acciono y todo a mi alrededor se ilumina y es en ese momento en que mis sospechas me confirman lo que hace una eternidad presentía, ESTOY EN UN MALDITO FERETRO.

Estar dentro de un féretro y a punto de ser enterrado vivo, o por lo menos eso trata de demostrarme  mi confusa imaginación  es algo más que un encierro y no dejaría de ser menos fantástico si toda la sustancia de mi procesión fluyera por un tramo de una guapachoza y rumbera ciudad de arenosas calles,   empinadas y serpenteantes que en invierno de convierten en caudalosos y turbulentos ríos de la muerte, calles  donde un ambiente de frenéticos  carnavales al calor de la fiebre jubilosa de esos rumberos y bulliciosos “Mono Cucos” esparciendo catabres de jacarandoso jolgorio por esas arterias  al amparo de una contagiosa combinación de licor, maicena, comparsas de cabezones y disfraces multicolores  que combinados con el zumbido estremecedor y contagioso de la estridencia de su música pagana, espolean los inestables y sudorosos cuerpos fácilmente inclinados y bamboleantes por el licor y a punto de sumergirme en el vaivén animoso de esa fiesta donde me pasearía  cargado por esa muchedumbre de borrachos amanecidos de esas delirantes y bacanales fiestas cuaresmales  como el famoso referente de mi triste final,  ¡Joselito! En hombros y berreado por ¿Masculinas señoras de negro y chalina? desperdigando lágrimas de cocodrilo por el ojo que más les llora,  en su ligera carroza ambulante de tres tablas claveteadas y otra más encima haciendo las veces de tapa en ese triste pero etílico final del miércoles de ceniza.

Pero. . . . Aquí dentro de esto, que no es una carrosa, que no es cargada por esos curtidos  hombros tallados por el filo de la madera, que no es pasarela frente a una tarima en una arenosa calle al compás de una música folclórica;  es de noche, ¿es lunes, es miércoles, es  sábado? Estoy lejos de saber qué día es hoy, estoy despistado es como una disculpa entre las tinieblas en que permanece latente mi arcana memoria imaginándome incluido en las cuaresmales fiestas carnavaleras, acaso preludiando ya el rito ancestral y urgente de esas carrozas carnestolendas  llenas de música, en un ambiente frenético, ensordecedor y carnavalérico donde la fiesta pagana  se desfleca y atomiza dando rienda suelta a esos sentimientos reprimidos durante el resto del año para dar paso al ingenio, la improvisación y el teatro callejero con atributos goliardescos.

El personal entonces se desinhibe, echa fuera sus prejuicios y sale al ruedo ilimitado de la calle para recuperar el tesoro irracional de esas tardes de arreboles precedidas por noches de torbellinos en medio de un aguacero de  peces esparcidos por las aceras de la imaginación haciendo calistenia antes de dejarse recoger por las imaginarias y soñadoras  mentes de esos viejos cuenteros que son enterrados junto con surrealistas fantasías orales tan fantásticas como una lluvia de pescados fritos.

Es en ese momento en que su cerebro se acomoda en esa mágica he imaginaria almohada y esas imágenes no recordadas  hasta ese momento comienzan a ordenarse y a fluir detalladamente  y comienza a dilucidar y recordar que: Tomó un taxi en la puerta de ese hotel donde pernoctó en la capital la última noche antes de dirigirse al aeropuerto donde después de que le chequearon su tiquete de viaje permaneció sentado en la sala de espera donde unos enceguecedores reflectores en lo alto de la torre de control permanecían girando encendidos en medio de esa oscura mañana en que la densa neblina todo lo volvía penumbra  hasta que finalmente por los altavoces informaron que: deberían dirigirse a la salida número cuatro de esa terminal para abordar un bus que los transportaría directamente a la escalera   de ingreso al avión que lo traería de regreso a una ciudad costera cercana al pueblo de sus amores, ese pueblo enclavado en ese malecón donde todas las mañanas de entre la densa bruma; al otro lado del río observaba embelesado el renacimiento matutino de esa inmensa  esfera de rojo carmesí con su espléndido resplandor de iridiscentes reflejos que en la juventud de esa primaveral y exótica mañana en el verde horizonte iba devorando las sombras moribundas en el saldo pendiente de esa madrugada en que ¡ESA LUNA DE ETERNOS ENAMORADOS SUCUMBÌA JUNTO A LA PENUMBRA EFÍMERA DE ESE BELLO AMANECER.

“Empiezo a gritar, entro en pánico, se me acabó la paciencia, mas no la fuerza de mi corazón que sigue latiendo con la potencia de uno de quince, que a pesar de estar hospedado en mis entrañas no se inmuta ante mi desesperación y continúa con el ritmo y la precisión de un reloj suizo,  siento que el aíre comienza a escasear, empiezo a despedir sangre por la nariz, por la fetidez me doy cuenta que estoy cagando mierda, mierda física: porque hiede como solo hiede la mierda recién cagada dentro de un catafalco repleto de miedo y oscuridad, tengo una rara sensación de sed y recuerdo el raro sabor del jugo de duraznos que bebí dentro del avión y me doy cuenta que aún sigo dentro, que entre a ese monstruoso  pajarraco  metálico y continuo dentro; pero esta vez de un infame cajón de palo donde mi ilusión se desordena, mi imaginación y el cuerpo comienza a sentir nauseas, ¿será por la pestilencia que despiden mis desechos fisiológicos?

“Mi mente en estado de catalepsia  se imagina que pateo la tapa del sepulcro donde reposo, ¿Cuál reposo? en el que me encuentro prisionero, la desesperación se apodera de mí, comienzo a aburrirme, del insoportable calor y sed que sentía un momento atrás paso a tener un frio tan escalofriante que me cala lo más profundo de mis huesos y a la vez me recuerda la mañana en que abrí la ventana y esa neblina intrusa y  gélida en forma de nube viajera  se coló en mi habitación”

 “De pronto reacciono, trato de controlarme, comienzo por regular mi respiración, estabilizo mi temperatura, me hago a la idea de que esto no es más que un sueño y que amanecerá, despertaré y adiós a esta ridícula película de terror de la cual me siento como si fuera Drácula reposando en su tétrico catafalco al interior de las catacumbas de ese diabólico palacio   esperando con impaciencia la llegada de las tinieblas perpetuas de la noche para salir a succionar el néctar de vida de esas féminas escogidas con anterioridad, pero a estas alturas de los acontecimientos ya comprendí que para mí no habrá un despertar ni mucho menos ese anhelado amanecer, que tendré que aceptar mi triste realidad, prudentemente espero un espacio de tiempo, pero lo único que siento es un silencio sepulcral, pues claro estoy dentro de un sepulcro, pero no estoy muerto, mi corazón sigue latiendo y a los muertos no les late el corazón, y como no estoy muerto empiezo a hacer reminiscencias y es en ese momento en que me cercioro de mi verdadera y triste realidad”.

“Ya todo lo tengo bien claro y empiezo a reconstruir los últimos segundos de ese episodio en ese fatídico vuelo de regreso   donde  recuerdo claramente que estando en el asiento asignado a un lado de la ventanilla por donde veía  la turbina derecha, esta comenzó a despedir humo, a traquear, traqueaba  como traquean las matracas en la semana mayor de esa emblemática “Ciudad valerosa” cercana al pueblo donde  los hombres se convertían en caimanes para poder espiar a las jovencitas que inocentemente iban a lavar sus Platos al rio para que esos Hombres caimanes las espiaran y las  devoraran con esas miradas de caimanes sedientos de lujuria, esa turbina dejó de traquear, y después la otra, y un silencio sepulcral, tan sepulcral como el que siento ahora en este sepulcro, ¡Me empezó a enloquecer! y unas altisonantes y ensordecedoras alarmas impactaban certeramente en mis tímpanos, reflectores de intermitentes destellos, estrellaban sus reflejos contra mis retinas haciéndome recordar las reflectantes luces de la torre de control en la sala de espera, a la vez que; por los altavoces una azafata nos leía los diez mandamientos del ¡SÁLVESE QUIEN PUEDA!”

 Conserven la calma.
Abróchense los cinturones.
Esto es una emergencia. 
Colóquense en posición fetal,
Debajo de la silla hay un salvavidas.
Colóquense la mascarilla de oxígeno. 
No se paren de sus asientos.
Encomiéndense a su Dios.
Si son creyentes recen lo que sepan.
Y no recuerdo que más.

 “Sentí un estruendoso ruido, seguido de una infernal explosión, nos estrellamos y rodamos montaña abajo y finalmente el silencio que precede al cataclismo, sin poder mover un ápice de mi humanidad, pero con ese corazón que seguía trabajando incansablemente, era lo único inmortal en mi inerte humanidad recostado a la nada en medio de la nada.”

“Empezaron a pasar por mi mente recuerdos de mi niñez, de mi juventud, de lo bueno y de lo malo, de lo humano y lo divino, todo en ese momento se convirtió una paradisiaca y hermosa tranquilidad, seguidamente vi  niños adornándome con fúnebres coronas de flores, una señora vestida de negro absoluto con su rostro oculto por un traslucido manto negro mojaba mi rostro con sus lágrimas, un anciano de blanca túnica, de largos y grises cabellos y una barba muy poblada me rociaba con un agua que me saciaba la sed del alma y brindaba una conexión íntima con lo divino y me alejaba del mar de las tribulaciones, ya no volví a sentir el miedo a encontrarme prisionero, superé el terror a la claustrofobia, no volví a sentir frio, pero tampoco calor y paulatinamente mi mundo se fue desvaneciendo. . . .

Pero mi corazón seguía latiendo, latía como laten todos esos corazones enamorados de la vida, hasta que llegó el técnico especialista Biomédico, retiro los clavos, abrió la tapa del sepulcro.

Hizo una incisión en la parte izquierda de mi pecho y separó de mi corazón esa parte que me permitía seguir soñando, soñar sin estar dormido, soñar sin estar despierto, pero estando dormido y a la ves despierto conmigo mismo.

"Ese MARCA-PASOS que aun después de retirado de mis entrañas seguía dando órdenes sin cesar, tal vez sin notar que ya no me habitaba y mi libro cual pergamino se fue cerrando, se fue desvaneciendo, se fue borrando como se fueron borrando las palabras escritas en ese ordenador imaginario donde comencé a escribir este relato que finalmente se convertiría en el Epitafio para la lapida que adornarìa la puerta de entrada a la eternidad.

Y ese corazón amigo; enamorado de la vida espiraba, y dejaba de seguir latiendo en el sin cesar de su final incondicional en las palabras escritas en la pantalla de ese ordenador. . . .

 

                                                 F   I    N.

                                         VI – XXX - MMXVII

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  • Autor: juan sarmiento buelvas (Offline Offline)
  • Publicado: 14 de junio de 2017 a las 16:57
  • Categoría: Cuento
  • Lecturas: 110
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