Un día nos encontramos, la tarde dejaba entrever un sol amarillo ceniciento y unas nubes anaranjadas rosadas que parecían incendiar las horas, el tiempo había agrietado sus manos, sus ojos parecían más sabios, exahustos, cada tanto se dejaba entrever en el umbral de su pupila los aciertos y desaciertos de una existencia quejumbrosa.
La vida había tomado caminos llanamente distintos, su piel se había cuajado de caricias extranjeras y su voz que ya no era la misma, encerraba silencios comprimidos que parecían recelosos como queriendo sofocar secretos caprichosos.
Alli estaba del otro lado de una mesa de madera y bordes metalicos, sesenta y cuatro centímetros y medio no hubieran bastado nunca para sentirse tan cercanos y lejanos a la vez, tan paradójicos. Alli estaba el, su sonrisa no se había borrado y las asperezas que nos había alejado parecían ahora lejanas motas en el horizonte de una tarde donde el sol menguaba queriendo hacerse añicos.
Cuarenta años nunca hubieran sido suficientes para olvidarlo, lo había querido desde el primer momento, desde que sus ojos profundos y claros se cruzaron con dos iris marrones, brillantes, le había amado como se aman los amores a la antigua, como se quieren las almas cuando se ven por duodécima vez.
Mis manos parecían dos galaxias en expansión, los nervios y la tensión pronto apabullaron la gracia de la sorpresa, era inevitable que el tiempo habían hecho meollo pero también era evidente que una vez más el destino nos compartía en una tarde como tantas otras en las que habíamos existido, hamacándonos en las horas tempranas de un amor que no conocía el tiempo y el espacio, de un amor atemporal de corazones, agazapado por cuestiones más humanas que trascendentales, más triviales que universales.
El destino no había sido un problema para nosotros, la falta de amor tampoco, la facilidad de querernos tampoco, pero el orgullo nos había prefigurado distintos y nos había cavado una brecha tan grande a la que siguieron espantosas maniobras de un querer convulsionado casi toxico y por ultimas tácito y nocivo.
El dolor generado no había podido ser subsanado, por lo contrario el amor se había rendido a tales características netamente humanas, pero así mismo parecía una vez más que esa tarde de invierno, el viento jugaba esplendido a nuestro favor, soplando las velas a este encuentro.
Esa misma mañana había recibido una solicitud en mi perfil en línea, esa misma tarde había respondido con denotada sorpresa y ahí estaba con la soltura que el destino nos había proyectado, ahí estábamos esperando a ser juzgados por el amor, como dos condenados frente al juez.
En el pasado habíamos estado juntos por cuatro difusos años, donde mi juventud había experimentado el amor tempranamente, como quizás nunca más tarde volvería a hacerlo.
Mientras todo y más pasaba por mi cabeza de hemisferio a hemisferio el solo tomo mis manos, como cuando éramos jóvenes sabes? Y yo le di un apretón, como cuando éramos jóvenes, sabes? Ese era nuestro código, podíamos querernos sin pronunciar palabras, nuestro código morse consistía en ese tratado, en el pacto de dos palmas dispuestas a tensionarse.
Por años había buscado algo más que el cielo que se sentía en sus besos, por años había apretado la mano de mis amantes en busca de una respuesta similar y como era de esperar más allá de lo ilógico de mi utopía, nunca había sucedido.
Finalmente, en ese bar de pueblo desierto, ese 22 de junio a las 19:35 el solo tomo mi manos y las apretó.
Esa tarde supe que el amor había vuelto para siempre.
Después de cuarenta años la espera había terminado, el corazón reparado y dispuesto a perdonar los viejos dolores.
Ahí estaba el amor de mi vida, mi alma gemela, mi reflejo.
Ahí estaba yo, su alma gemela, su reflejo.
- Autor: Maga11 (Seudónimo) ( Offline)
- Publicado: 4 de agosto de 2017 a las 03:09
- Categoría: Sin clasificar
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- Usuarios favoritos de este poema: Verso&prosa
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