Magdalenas

Cojo una magdalena con la punta de los dedos.
La sumerjo en una sauna de cacao que endulza
su muerte.
La introduzco en el túnel del tiempo hacia la
disgregación y el exterminio.
Sus partículas acuden a un juicio final en vía
sumaria, la necesidad no es perentoria.
Vuelvo a coger, esta vez a su hermana, y repito la
operación.

El baño sobrevive caliente, ma non troppo, pero el
cacao sigue, aunque cansado en el fondo, fiel a su
cometido, anocheciendo el crepúsculo de la leche.
Tras acabar con todas las hermanas magdalenas en
medio metro a la redonda, vacío la piscina que fue
energía antaño, para que su líquido elemento sea
libre correteando las alcantarillas de mis entrañas.

Estiro la mano derecha para arrugar un pedazo de
papel suave, aterciopelado, que me reprocha su
soledad.

Quiere conversación, pero le daré el abandono sobre
el labio superior de lo que, hace la friolera de diez
minutos, se prometía maná divino y que se quedó
solo en humano.

Desprecio la suavidad olvidada de ese papel, lo dejo
teñido en el mundo de nunca jamás y enhiesto mis
rodillas tras dictar sentencia.
¡Se levanta la sesión hasta mañana a la misma hora!

Me revisto de mundanidad en mi sacristía.

Giro en rotación la mano derecha sobre un sol dorado
que brota de un lienzo cuadrangular de madera.
Me dejo entrar para rezar sobre un altar blanco que me
recibe inodoro, incoloro e insípido.

Salgo de la capilla renovado, mi espíritu es una paloma
sin rama de olivo y sin plumas, ligera como la inocencia.

¡Ahora sí estoy dispuesto a recibir la brisa de la mañana!