Hay un ajedrez en mi cabeza.
Algunas vidas dependen de un salto;
otras, en cambio, de un simple movimiento.
No he visto a nadie perder feliz
y menos a alguien ganar llorando.
No de tristeza, al menos.
No es mi temor quedarme solo;
mi mayor miedo siempre ha sido
que la soledad me duela tanto.
No he visto más luz que mi sombra,
oído más ruido que mi silencio,
u odiado a alguien más que a mí mismo.
Es todo culpa del tipo del espejo, me digo.
A veces me sonríe, burlón.
Casi siempre gana las discusiones.
Le he retirado la palabra,
pero cada vez que puede, vuelve.
Me toca la puerta,
me despierta por las noches;
le digo que se vaya
y me reta a obligarlo.
Lo peor es que nunca viene solo
ni con las manos vacías.
En una mano lleva una botella
y en la otra un paquete blanco.
Y arma una de esas juergas
tan locas
que ganas me sobran de salir corriendo.
Él sabe que no me gustan las fiestas,
ni el alcohol, ni bailar, ni el jolgorio,
ni siquiera soporto el humo del tabaco,
ni el ruido de la música,
ni el juego de las luces,
ni la gente desconocida,
ni la felicidad ajena.
«No es por tu hurañía
—suele recordarme—
Es porque estás triste.»
No respondo por no discutir
y me callo sabiendo que es peor.
De aquel paquete saca algo nubloso,
me obliga a inhalarlo
y luego me pregunta qué siento.
«Estoy mareado», le digo.
Él asiente.
«Nadie es tan fuerte ante un recuerdo», contesta.
Me sirve una copa de aquel líquido viscoso
y ya sin fuerzas, no puedo negarme.
El resto arma un círculo alrededor de mí,
lanzando gritos, alentando mi encuentro con la droga.
Un trago, dos tragos, tres tragos.
El primero me sabe a incertidumbre,
el segundo a miedo
y el tercero a despedida.
Luego una chica me saca a bailar.
Me obliga, mejor dicho.
Casi siempre es la misma.
Nunca habla, sólo sonríe
y cuando le pregunto su nombre
da un giro,
me rodea el cuello con sus brazos
y me planta un beso tan profundo
que mis labios comienzan a quemarme.
Juraría incluso que no es normal.
Ninguna nostalgia es tan guapa
ni tan dolorosa.
Aunque lo más seguro es que me equivoque.
Cuando quiero sentarme,
siempre hay otra chica,
siempre otro baile interminable,
siempre otro giro,
otro silencio,
otro beso y otra tristeza.
Quise morirme varias veces
en mitad de aquella celebración sin rumbo.
Sus voces se oyen hasta cuando despierto.
Al día siguiente me duele tanto la cabeza
que un dolor sordo late en mi nuca toda la mañana.
Por eso mis desvelos.
Por eso este ajedrez.
Cuando veo a los reyes borrachos de apatía,
a los alfiles gritando una partida,
a los caballos rugiendo de ganas,
a las torres atentas
y a los peones con el miedo al cuello,
sé de inmediato quién les ha hecho una visita.
Al llegar encuentro el campo vacío.
Pero yo siempre llego tarde.
No ocurre lo mismo con mi mente.
Mis pensamientos también se pasan de copas
y soy yo el que tiene que poner todo en orden.
Nadie está aquí cuando tengo ganas de jugar.
El otro extremo casi siempre está vacío
y tengo que ser yo quien mueva todas las piezas.
A veces pierdo; a veces no,
pero nunca sé quién gana.
Supongo que el tipo del espejo.
Él ni siquiera pierde las discusiones.
- Autor: Heber Snc Nur ( Offline)
- Publicado: 27 de septiembre de 2017 a las 20:47
- Categoría: Triste
- Lecturas: 26
- Usuarios favoritos de este poema: Cristhian_prz
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