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Un viento recio del oeste que había comenzado bruscamente, del que nos protegía la casa y que levantaba cantidades de tierra y pajas en cada una de sus fuertes rachas, había cubierto el cielo de trabados nubarrones cuando los dos jinetes al trote surgieron del tenebroso sendero, y se apearon a pocos pasos del portón.
Acompañaba a Isidro un hombre bajo y macizo, don Dante, que dio a entender que ya sabía todo lo que había pasado, y que tenía muy claro el debido diagnóstico.
– Se les ha metido un fasilisco en la casa, o un culebrón que le dicen. Es un bicho mitad gallo y mitad víbura. Este animal ha nacido de un huevo puesto por un gallo colorado de siete años; en cuanto el gallo pone el huevo, que es chiquito y de cáscara blanda, viene un sapo y lo empolla, y a las horas nomás nace un gusano colorado que se esconde en un rincón de la casa y empieza a chupar la flema de los que ahí viven. Este bicho se ha de haber estado alimentando de la leche de la Rosaura todos estos meses, por eso no están todavía con la tos ustedes. Cuando crece, al culebrón le sale una cresta y un sólo ojo colorado, y el ojo es venenoso: al que mira lo mata. Se ve que es pichón todavía, por eso a don Romero no lo mató sino que lo dejó inválido, igual que al Tadeo hoy a la noche. Yo, don Cardozo, le voy a decir la verdad: yo no puedo matar a un fasilisco. No me da el cuero. Lo más que puedo hacer es hacerle un payé para que el bicho no salga más de la casa. Eso puedo. Pero hasta que el fasilisco no se muera no se puede curar a los tullidos. Esto es así. Yo no puedo... pero sé quien puede...
– ¿Quién, don Dante? Hable...
– Y, don Cardozo, la verdá es que la única que conozco que sabe matar un fasilisco es la vieja Graya...
– ¡La puta que lo parió...!
Las últimas palabras se dijeron en una oscuridad absoluta, pues los nubarrones habían cegado por completo la luz de la luna que a rachas se filtraba. De pronto, sentí que unos brazos me rodeaban la cintura: era Rosaura, que lloraba acongojada sobre mi pecho. Le acaricié la cabeza, y no atiné más que a decirle:
– Quedáte tranquila, vas a ver que todo se va a arreglar...
– ¿Me lo jurás?
– Si, quedáte tranquila, te lo juro.
Me respondió apretándome más fuerte, hasta que súbitamente se separó de mi, apremiada por el bebé que se despertaba en su cochecito. Las nubes se abrieron, y pude ver a Isidro pidiéndome que me acercara, que el padre me tenía que pedir un favor.
Según lo que me dijeron, y que apenas comprendí, había una sola persona que podía aportar una solución: una tal Graya, una vieja que vivía en el medio del monte. Esta Graya, una curandera del lugar, estaba distanciada de los Cardozo desde hacía muchos años, por cuestiones que no me explicaron, o que me explicaron y no entendí. Por supuesto que don Dante, por razones profesionales, tampoco podía ir personalmente a hablar con la vieja, con lo cual sólo quedaba yo para oficiar de embajador, y conseguir los oficios de la bruja.
Era una decisión desatinada e irracional, lo único adecuado era buscar un médico, pero ¿quién sabe lo complicado que podía resultar encontrar un médico a esa hora y por esos parajes? Por otra parte, yo me encontraba en una de esas situaciones que excluyen toda posibilidad de rehusarse, sobre todo después de lo que le acababa de jurar a Rosaura. Más por la pereza de negarme que por otra cosa, les pedí que me indiquen el camino, que iba a hacer todo lo posible.
..............
A través de la pradera, iluminados por una luna desaforada, íbamos al paso los tres jinetes, don Atanasio, don Dante, y yo mismo en el caballo que me confiaron, y el grito de las grillos o los sapos (para el que no sabe todo es igual) silenciaban el frufru de las patas que despeinaban los pastos negros. El viento que había borrado las luciérnagas arrancaba aullidos aterradores de los árboles, revelando el monte cada vez mas cercano.
Exaltado por la idea de marchar caballero a cumplir con mi singular encargo, me decepcionó ver a mis camaradas apearse al borde de la pradera, cuando estábamos a punto de entrar en el monte.
La llanura cesaba abruptamente a la orilla del bosque como una calle termina contra un paredón. Don Atanasio me alargó una linterna, y don Dante me mostró un senderito al que llamó “la picada”, indicándome que me llevaría directamente a la casa de la bruja. Sin una palabra y con cierta aprensión me interné entre los árboles.
A pesar de la luna llena, el interior del bosque se encontraba en la más categórica oscuridad, sólo interrumpida por el redondel amarillo de la linterna que me precedía. Un hervidero de pequeñas aves nocturnas insistía en zambullirse a centímetros de mi rostro. Tuve que andar un buen trecho hasta descubrir que las “aves” eran en realidad murciélagos que andarían cazando su comida, y que por alguna razón no acertaban a evitarme.
El sendero, a pesar de ser sinuoso, se discernía claramente en el piso del monte, por la ausencia de yuyos. No obstante, al cabo de unos pocos minutos me ganó la sensación de estar perdido, alejado de toda protección, y la singular compañía de los murciélagos me infundió un miedo creciente; pero no la aprensión natural a las bestias o alimañas que pudieran acecharme, que hasta cierto punto podría estar justificada, sino un temor más supersticioso que no alcanzaba a definirse objetivamente pero que de todos modos me intimidaba cada vez más.
A los que por una u otra razón nos ha tocado pasar una parte importante de nuestras vidas en los claustros de una universidad, tal vez porque la formación académica así lo requiere, o tal vez por el progresivo hábito de aplicar a ultranza el método científico, se nos va formando un cierto escepticismo agnóstico, no demasiado consciente, casi nunca cuestionado, que resulta completamente razonable y sensato entre una moquette y unos tubos fluorescentes; pero que carece completamente de sentido en la soledad del bosque elemental. Allí, lo misterioso, lo irracional, hasta lo sobrenatural, se nos antoja mucho más verosímil que cualquier hecho objetivo. Allí la reminiscencia primitiva, la memoria instintiva del primate va convirtiéndose gradualmente en puro miedo animal que va ganando paulatinamente el espacio de la razón, y sin notarlo, uno se descubre erizándose ante un sonido o adivinando formas en la oscuridad.
En ese estado de ánimo, cuando había caminado lo suficiente por el serpenteado camino como para perder completamente la orientación, la luz de la linterna comenzó a opacarse. Bastó un golpe con la palma de la mano para que recuperara su fulgor, pero a los pocos pasos se volvió a apagar. Presa de pavor apuré el paso, a la luz ocasional, hasta que, en un momento de oscuridad absoluta, tuve la sensación de que me sujetaban los pies con un lazo y, sin transición, sentí un golpe en el pecho y los hombros, y pude notar que había cambiado súbitamente a la posición horizontal.
Por un momento me quedé confundido, tendido en el piso, sin entender lo que me acababa de ocurrir, pero con asombro me di cuenta que, exactamente como el protagonista de “El Pozo y el Péndulo”, mi cabeza colgaba en el vacío, unos centímetros por debajo de mi cuello y de mi pecho. Inmediatamente, sin duda a causa de esta similitud con la ficción, conjeturé que, al igual que el personaje del cuento, había tenido la suerte de caer exactamente al borde de un abismo, y que mi huésped me había enviado adrede a una muerte segura de la que me había salvado de manera providencial.
La linterna estaba apagada, pero una leve fosforescencia, tal vez la luna filtrándose entre el follaje, permitió a mis ojos que se acostumbraban paulatinamente a la oscuridad percibir la visión sobrenatural, tan esperada como temida, de un ojo que me escrutaba a escasos centímetros de mi rostro, flotando en el vacío del foso.
Empavorecido, retrocedí arrastrándome por la tierra. Casualmente mis manos dieron con la linterna, y con un golpe la puse a funcionar. Pero, al iluminar el sendero delante de mí, no pude ver nada inusual, ni un precipicio, ni mucho menos un ojo flotando en el aire. Sólo el camino que continuaba, zigzagueante, entre los árboles.
Lo primero que advertí fue que mis pies se habían enredado en unas raíces superficiales, las mismas que se podían encontrar por todos lados y que yo había estado evitando hasta ahora, pero en las que había caído casualmente, sin duda a causa de la oscuridad y del apuro.
Un poco más adelante, lo que yo había tomado por un abismo no era más que un breve desnivel, menos que un escalón en el irregular suelo del bosque. Al acercarme a él, descubrí en el piso una pequeña esfera del tamaño de una pelota de golf. Al levantarla y examinarla a la luz de la linterna, descubrí que era de vidrio, y que tenía pintado con mucho realismo un iris celeste con todos sus detalles, hasta la insinuación de unas pequeñas venas rojas. Se trataba de un ojo de vidrio, algo que yo nunca había visto ni tenido en mis manos. Lo limpié con la manga de mi camisa, y me lo guardé en el bolsillo.
Después de esta inusual experiencia pude recuperar hasta cierto punto mi aplomo, pero no dejó de intrigarme la curiosa serie de coincidencias que había tenido lugar. Más seguro de mí mismo, seguí caminando por el sendero, y después de un recodo pude ver, al final de un tramo recto de unos treinta o cuarenta metros, la pradera alumbrada por la luna.
Apagué la linterna, y recorrí los últimos pasos en la oscuridad. Al cabo, salí a un claro circular de unos cien metros de diámetro, en cuyo centro exacto se destacaba un rancho rectangular con techo de pajas recostado en un árbol único, furiosamente luminado por la luna llena, pero con sus ventanas completamente a oscuras.
(Continuará)
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- Autor: Julián Centeya (Seudónimo) ( Offline)
- Publicado: 24 de febrero de 2018 a las 00:04
- Categoría: Sin clasificar
- Lecturas: 39
Comentarios4
Ya he leído este episodio de "cabo a cabo".
Un fuerte abrazo Rafael y felicitaciones por el ascenso!!!
Gracias !!!!
Que aventura!! Caí con el y sostuve el abismo para que no llegue el final. Que llegó con una choza furiosamente iluminada por la luz de la Luna. Tengo miedoooooooo....... Excelenteee
Seguimos Julian... Quiero sangre !!!
La racionalidad en conflicto, un excelente dilema...
Un abrazo.
Esteban
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