El hombre que leía demasiado

El arte de no terminar nada.
G.C. Lichtenberg

Por azares de la vida he tomado por costumbre abrir muchos
libros sin apenas terminar ninguno, porque no me llega el
interés - como alguna vez pudo manifestar.

Eulogio siempre fue, desde sus primeros balbuceos diría,
un niño ahíto de curiosidad.
No se conformaba nunca con la superficie de las cosas.
Dicen conocidas lenguas familiares que casi inaugurando el
pantalón corto ganó un concurso escolar de multiplicar.

Por entonces el barrio donde habitaba no pasaba de ser un arrabal
abigarrado en tonos ocres, fruto del afán del régimen por ejercer
el clientelismo entre sus súbditos asegurando una pitanza inmobiliaria
que, por otra parte, consistía en pequeños apartamentos dotados de
la mayor precariedad concebible.
En este caldo de cultivo se desarrolló la famélica inquietud de nuestro
protagonista.
He aquí un surtido de afirmaciones que delatan sus pensamientos al
respecto de lo comentado:

Deseo conocer la vida que bulle por doquier, en todas sus especies y
latidos, por eso me mantengo ojo avizor en pos del hallazgo.

Terminar un libro es morir, huele a fin y el final es ausencia de vida.

La vida se cuece en el transcurso, en la incertidumbre del desconocimiento.

Mientras leo en abanico conozco, o principio a conocer, todo el espectro
luminoso que abarrota las artes literarias, sin corsé que me impida.

Toda historia, toda ciencia queda inconclusa en el aire de lo posible.

Me inclino por arrellanarme en mi eterna candidatura a la plena sabiduría
sin alcanzar la maestría en nada, elegir es renunciar y yo no renuncio.

En este mismo instante, el que ahora da sustancia a mi vida, le veo
- si me alcanzara la capacidad de poner mis ojos en su ventana -
entregado a un profundo sueño con un libro abierto sobre su pecho que
amenaza despeñarse de un momento a otro.

Que descanse en paz...