Cuando sus padres lo dejaron en medio de aquella calle lúgubre, bajo la promesa de que no tardarían en regresar, era tan pequeño como para intuir que no volvería a verlos más, y lo suficientemente grande como para no comprender por qué se habían marchado sin él. Durante varios días permaneció sentado en una acera, con los pies apoyados en su pelota, las manos sobre las rodillas y la mirada perdida en el final de la calle por donde los había visto desaparecer, con la esperanza de verlos doblar la esquina, esta vez de vuelta, corriendo hacia él con los brazos abiertos y los ojos anegados en lágrimas. Le quedaba el consuelo de que no estaba solo, pues sabía que su amiga no se separaría de su lado, así que, cansado de esperar, decidió levantarse y ponerse a jugar con ella. Él le pasaba la pelota y ella se la devolvía, dejando de esta manera en un segundo plano su desdicha. Cuando sus piernas flaqueaban a causa del hambre, se apoyaba en ella para no caer desplomado, y en las frías noches dormían pegados, entre cartones, intentando reprimir el castañeteo de sus dientes para no despertar a los perros que se arrimaban buscando aunar el calor de sus cuerpos. Fue pasando el tiempo y como los niños olvidan pronto, antes de que sus pantalones estuviesen completamente raídos y por los agüjeros de los zapatos le asomaran la totalidad de los dedos, no conseguía recordar el rostro de su madre, por más que lo intentaba.
Una madrugada, mientras dormía, se sintió aliviado por el hecho de que un golpe seco lo arrancase de una pesadilla. Al primer golpe le siguieron otros que iban aumentando de intensidad. La curiosidad infantil le llevo a aguzar el oído mientras arqueaba su mano alrededor de su oreja, determinando así que los golpes eran estallidos que, precedidos de agudos silvidos que trepanaban la oscuridad, hacían retumbar la madrugada. Por un momento pensó que se trataba de fuegos artificiales, pero al desviar la mirada y ver a su amiga, que permanecía petrificada, a pesar de que él era un niño valiente, no pudo reprimir ser recorrido por una oleada de pánico. Cuando pudo reaccionar ya era tarde, pues en su dirección avanzaba despacio un carro de combate cuyo cañón le apuntaba directamente. En un principio, el instinto le pidió salir corriendo, pero al ver a su amiga en estado de shock, en un reflejo protector se adelantó colocándose frente al tanque. Este se detuvo a unos metros de su posición y él se sintió tan poderoso en ese momento, que habría sido capaz de volcarlo de una patada. Aunque la máquina no se había parado por él, en realidad el piloto ni siquiera había reparado en su presencia. El cañón giró algunos grados y un estallido que hizo vibrar el suelo, lo dejo aturdido. El obús le pasó por encima de la cabeza y pudo sentir a sus espaldas una sacudida terrorífica. Miró hacia atrás y, con incontenible amargura, comprobó que su amiga había sido reducida a escombros.
- Autor: Joseponce1978 (Seudónimo) ( Offline)
- Publicado: 4 de agosto de 2018 a las 17:53
- Categoría: Sin clasificar
- Lecturas: 20
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