Te conocí con un vestido rojo,
esa noche nos abrasó el sudor.
Con las farras ocurre que el ardor
pacta con la pasión, el vicio y el gozo:
En la fugaz y loca noche, aquella
en que nuestras bocas sumaron besos
como dos adolescentes traviesos,
después de vaciar la última botella.
Tus labios eran dulces y atrevidos,
y tus ganas hambrientas y sedientas.
Sobre el falo de savias suculentas
tu cabello despeinado y tendido.
El carnaval, el ruido y la ciudad
seguían, mientras mis grandes deseos
se cumplían en tus suaves jadeos
y se consumaban en tu humedad.
Después del tercer y último arrebato,
tus negros ojos fruncieron el ceño
para decirme que siempre tu sueño
eran los chicos formales y guapos.
Que no sabías qué extraña razón
fue la que hizo que, de alguna manera,
tus ansias, esta vez, se decidieran
a hacer por mí una bendita excepción.
Y estrujando tu puño por nosotros,
los oprimidos por nula belleza,
me susurraste con una agudeza:
"Somos feos, tristes; estamos rotos,
pero tenemos la música, amor".
Y te esfumaste sin decirme, adiós.
Pero te fuiste con la madrugada
y nunca te oí repetir: “Te quiero”.
Y los más triste es que yo aún espero
reencontrarme perdido en tu mirada.
Para el novelista esto es su novela,
la letra para el que escribe canciones
y para mi alma no existen razones
que lleven a olvidarte, aunque esto duela.
Pero te marchaste antes de la aurora
y jamás volví a oír: “Te necesito”.
Y lo más grave es que en silencio grito
que te añoro a deshoras y a cada hora.
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