Lastimero deambulaba por la ciudad sin rumbo fijo. Al no poder dormir, soliviantado por el calor de la noche, buscaba desesperadamente un pedazo de tierra para escapar del asfalto abrasador. A cada paso, se le iban clavando las uñas en la alquitranada morbidez, lo que le hacía avanzar con la misma pesadez con la que lo haría un nómada desorientado en el desierto. Su agotamiento físico se veía incrementado a causa de los dos días que llevaba sin comer. Con impotencia iba pensando en la tórtola que se le había escapado de las patas la noche anterior, cuando no calculó bien la distancia del ataque y, el ave, que dormía incauta en la barandilla de la escalinata de una iglesia, echó a volar en el último instante, dejándolo con una pluma de la cola aprisionada entre sus dientes. Iba meditando sobre el intento fallido cuando se adentró en un barrio burgués. Durante un instante reparó en los maravillosos jardines de las mansiones, a los que no podía acceder porque sus tupidas vallas se lo impedían. Al pasar frente a las grandes cristaleras de un comercio, vio un espejismo y se detuvo en seco. Sobre la puerta del establecimiento había un letrero luminoso que enmarcaba unas letras grandes. A pesar de lo llamativo del letrero, en el que se intercambiaban colores chillones, no pudo desviar la atención del punto en que la tenía fija. Además, por más grandes que fueran las letras, no iban a tener más significado para Lastimero.
El enorme escaparate, dado que las luces del interior permanecían apagadas, estaba más obscuro que la boca del lobo. Pero algo blanqueaba entre tanta negrura. Él sabía de buena tinta que lo blanco resalta más cuando está rodeado de obscuridad, y se fue acercando con sumo cuidado por miedo a que su espejismo se esfumase o saliera volando como la tórtola. Cuando estuvo tan cerca como para que el vaho de su nariz comenzase a empañar el vidrio, lo vio con nitidez. La espuma que rodeaba su hocico y la rojez de sus ojos le fueron reflejadas tal un pastel de merengue con sus respectivas guindas. Sin poder creérselo, comenzó a lamer con avidez el cristal dulce y sabroso como la miel; el pastel liso y duro como el mármol.
El cartel decía "tienda de mascotas", y aunque Lastimero no los pudiera ver, detrás de su pastel cristalizado se encontraban toda suerte de animales, encerrados en urnas, a la espera de que alguien decidiera pagar el precio estipulado para sacarlos de su encierro. Había algún gato y algún reptil, pero lo que más había era perros de diversas razas. Uno de ellos, al ver a Lastimero lamer el cristal, penso que lo que intentaba era besarles (pues los perros besan dando lametones), sin que le fuese posible porque el cristal hacía de barrera. El resto de perros, advertidos por el que lo había visto primero, no tardaron en hacerse eco de que en el exterior había otro can que buscaba por todos los medios ser amigo de ellos, y ellos tampoco podían acercársele por estar encerrados, por lo que comenzaron todos a aullar de manera dramática. Tan desprevenido le pillaron a Lastimero los angustiosos aullidos, que del sobresalto comenzó a dar vueltas como una peonza,sin conseguir detectar el origen de éstos, y pensó que eran los lamentos del infierno que acudían en busca suya. A los perros del interior les resultaron tan estrafalarios los giros de Lastimero, que lo interpretaron como una gracieta para hacerles reír y que no se aburriesen en sus prisiones, y se pusieron a golpear las vitrinas y a ladrar, ovacionando así a su flamante amigo. Lastimero, al pasar de los aullidos al escándalo de golpes y ladridos, creyó que todos los sabuesos del inframundo se le echaban encima, y con el rabo entre las patas, huyó de allí a tanta velocidad, que no sé yo si lo voy a poder localizar para seguir contando sus peripecias.
- Autor: Joseponce1978 (Seudónimo) ( Offline)
- Publicado: 24 de agosto de 2018 a las 16:41
- Categoría: Fábula
- Lecturas: 23
- Usuarios favoritos de este poema: Ana Maria Germanas
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