Sybil Vane

Sublime.
Las palabras no rozaban su
maestría.

Me enamoré locamente.
Joe Stephens ocupaba la silla de la
izquierda, rebosaba entusiasmo.
A cada golpe de genio su mano
buscaba mi rodilla, oprimiéndola.

Cada gesto...
Ofelia era luz rompiendo una ventana.
Borracho de placer, solo estrecharla
entre mis brazos deseaba...

¡Que no acabara nunca!

El camerino se encendió a la luz de su
sonrisa, no nos conocíamos todavía.

Cuatro ojos que se hicieron dos.

Toqué el cielo en la seda de su piel.
Nadie me dijo que el amor significara
hablar con Dios a solas.
Poco se hizo esperar su confesión:
Ambos nos dijimos amor.

En una nube volví al teatro,
a un sucio teatro de suburbio.

El éxito de taquilla no merecía la duda.
Ya se asomaba tras el telón la sombra
de su presencia. Desdémona, su funda
en esta ocasión.

Dicen que las primeras notas, si no la
primera, anuncian al buen cantante, tanto
como la primeras palabras al buen poeta.
Sybil no era Sybil, parecía una marioneta
desmadejada, desparramada sobre unos
hilos laxos de tensión.

Mi intacto crédito se fue desangrando a una
velocidad de vértigo, con el suceder de las
escenas.
Su extraordinario brillo de ayer fue un dulce
recuerdo que hoy se hacía hiel.
Mi corazón se derramaba cual hemorragia.

Le confesé entre bambalinas mi decisión
de partir.
Entre las ramblas de sus lágrimas amenazó
el suicidio.
Su amor era a cara o cruz, solo yo.
Así, enamorada, no era la musa que en sus alas
me elevara a la derecha del Padre.

Me fui de su vida. Ella también.
Sybil me siguió los pasos, rojos de pasión
desvenada...