No recuerdo bien qué edad tenía y si lo evoqué de algún sueño, recuerdo o delirio de fiebre de anginas, lo cierto es que resonaba en mis oídos la leyenda del hilo rojo: ese lazo invisible que te une, indefectiblemente, al amor de tu vida.
En aquél entonces, me vi obligada a alterar parte de la leyenda japonesa, y decidí que el mío no estaría conectado a una persona, sino bien agarradito a la "felicidad". Me inventé un modo de materializarla, con texturas, colores y olores, pero eso tiene que ver con un secreto que no voy a develar ahora.
El amor se encontraba plasmado en aquél hilo y éste se conectaba con "mi otra parte de mi", con mi yo más genuino, niño, soñador y verdadero. Sabía que ese ser no crecería nunca, que tendría las respuestas a todos mis porqués y el cofre sagrado donde guardaba mi felicidad.
Pasaba mañanas enteras bajo el sol, buscando rastros de aquel lazo, tenía que hallarlo... Quizás haciendo un poco de esfuerzo, achinando los ojos o cambiando de posiciones.
Me ponía de cabeza y hasta llevaba un espejito porque quizás podía llegar a encontrarlo en mi espalda, nuca o cintura.
Sucedieron los días, los años... Comenzaron a pesarme los párpados. Conocía de memoria cada lunar, cada ranura, cada pliegue de mi cuerpo, pero no lograba ya distinguir la línea de horizonte. Las estrellas sólo las recordaba en algún sueño nocturno, y las montañas no eran sino esos triángulos imperfectos y descoloridos que conservaba en algún que otro dibujo de mi infancia.
Imaginé que los orientales tendrían los ojos chiquititos de tanto buscar sus hilos, y temí que los míos se volvieran así.
Desperté una mañana en el vacío de la nada. NADA. No hay palabras que describan la nada (como tampoco las hay para nombrar el todo). Habían enmudecido mis sentidos completamente. Estaba viva, pero tan dentro de mí que no lograba atravesar mi piel y comunicarme con el afuera.
Me sentí extrañamente entusiasmada por acceder a lo más hondo. Allí donde debía hallarse, quizás enredado, mi ovillo color sangre.
Juro que recorrí cada rincón de mis articulaciones, de mis órganos, de mis huesos.
De tanta angustia se me cerró el pecho y me desbordaron los ojos de lágrimas. Tanto, que las sentí recorrerme todo el cuerpo, hasta hacerme cosquillas entre los dedos de los pies. Tanto, que mis ojos se abrieron, de algún modo mi retina se limpió, y mi lengua, y mis tobillos.
Volví. Al maravilloso caos del todo, segura de que a falta de un hilo conductor, habría infinitas y múltiples posibilidades esperándome transitar. Que ese otro yo, niño, existe y existiría siempre, pero algunas veces podría verlo y otras no, que tampoco respondería todos mis porqués y que no hay nada más lejano, mentiroso y utópico, que la felicidad encerrada en un cofre.
- Autor: Antonela Chiussi ( Offline)
- Publicado: 16 de marzo de 2019 a las 18:55
- Categoría: Sin clasificar
- Lecturas: 17
Para poder comentar y calificar este poema, debes estar registrad@. Regístrate aquí o si ya estás registrad@, logueate aquí.