¿Por qué no tengo una foto
con esas ruinas pintorescas en el fondo,
esos escombros de edificios ciudadanos o de casas del campo
donde vivían hombres tranquilos
que nunca habrían puesto la mano encima del vecino
si no los hubieran convencido de que ese mismo vecino
les tenía a ellos un odio tan sordo y feroz
que adoraba otro dios en vez del verdadero y único dios
que ellos adoraban en su iglesia?
¿Por qué no he utilizado esas ruinas como fondo
para un retrato en uniforme de combate, empuñando
un fusil ametrallador mientras deflagraba el incendio
y los pilares de acero se derretían como si fueran de estaño?
Hoy en día podría incluso fotografiarme a mí mismo,
pero entonces la tecnología
no había aún cumplido el salto que permitiría
a cualquier tipo, hasta el más torpe, de inmortalizarse
con la simple presión de un dedo
frente a un pico cubierto de nieve, a un castillo,
a un rascacielos en llamas,
o de pie cerca de un ahogado
hinchado y con la cara comida por los peces, pero aún
evidentemente reconocible como un intruso,
un clandestino, un bárbaro de esos que se amontonan
en los confines del imperio.
Me imagino a Mucio Escévola
mientras tiene firme su mano
en el brasero encendido y las caras de los soldados etruscos
abriéndose paso a codazos para salir en primer plano con él.
Me imagino a Napoleón sobre el fondo de las pirámides
con un grupo de camelleros alborotados que invaden
el campo visual y los legionarios franceses
que forcejean para rechazarlos.
Pero estoy confundiendo épocas y circunstancias
y momentos de la historia y de mi vida
cuando solo mi pena es la de no tener
ni siquiera una foto que me muestre
mientras, de noche, avanzo lentamente por la Cassia,
la antigua vía consular,
recorrida esa noche por interminables filas
de camiones llevando soldados
y de tanques de combate traqueteando,
sentado en el borde de una carreta arrastrada por un burro
con nuestros trastos apilados
y mi padre y mi madre caminando
al paso del burro, y mi hermano dormido.
Hubiera sido un documento importante
para atestiguar los humildes sufrimientos de los niños
provocados por la guerra y el odio,
como la foto del niño judío en el gheto de Varsovia
con los brazos levantados mientras lo apunta el fusil
de un SS de yelmo de acero.
Ese niño habría podido ser yo.
Debíamos tener más o menos la misma edad
en ese mayo de 1943, cuando fue destruído el gheto
y fue destruída mi ciudad,
tres días antes de mi quinto cumpleaños.
Llevábamos puesto el mismo abriguito
que dejaba al descubierto las piernas
y pantalones cortos, pero en Varsovia el frío
debía ser más fuerte de lo que era
en el pueblo de Italia central
hacia el cual estábamos marchando, aunque nevó
al amanecer y yo vi por primera vez la nieve en el patio
cuando abrimos la puerta
y un gorrión daba saltitos
para calentarse en el sol que intentaba llegar hasta allí.
- Autor: andrea barbaranelli ( Offline)
- Publicado: 8 de mayo de 2019 a las 11:33
- Categoría: Sin clasificar
- Lecturas: 33
- Usuarios favoritos de este poema: Lualpri
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