¿Qué, pican?

Joseponce1978

Un hombre aficionado a la pesca salía de su casa todas las mañanas, cargado con su caña de pescar y un pequeño caldero, para dirigirse a un espigón que había enfrente. Cuando llegaba al extremo del espigón, en un ritual sistemático adquirido a base de décadas dedicándose a la misma rutina, dejaba el caldero siempre en el mismo punto del suelo, al lado de éste colocaba sus aparejos, desplegaba su caña telescópica, ponía el cebo en el anzuelo, lanzaba la plomada y sin soltar la caña, se sentaba en una roca a esperar.

Era una auténtica pasión la que sentía por la pesca con caña. A lo largo de su vida había practicado ya todas las modalidades de pesca, utilizando como herramientas la red o el arpón, pero ninguna de ellas podía igualarse a la de pescar con caña. Pasaba largas horas esperando obtener alguna captura, y muchos días se tenía que ir de balde, sin conseguir atrapar ni un alevín siquiera, pero esto no le suponía ningún inconveniente, pues no lo hacía como medio de vida ni le sacaba beneficio alguno. De hecho, como no le gustaba demasiado el pescado y solo lo comía de vez en cuando, la mayoría de presas las soltaba  después de tenerlas en su mano, pero ninguna sensación era equiparable a la experimentada cuando algún pez mordía el anzuelo. El hecho de ver como la pequeña boya se hundía y la flexible punta de la caña comenzaba a oscilar mientras el mango vibraba entre sus dedos antes de comenzar a recoger el carrete para pasar a la lucha entre el animal(intentando zafarse de la trampa) y el hombre (en un frenético recoger y soltar carrete para cansar al pez antes de que se soltara o se rompiese el sedal), suponía para él una subida de adrenalina sin parangón, tan solo comparable a la del flechazo que sintió al ver a su esposa por primera vez. Cuando esto ocurría, compensaba con creces las largas esperas en las que permacía completamente inmóvil, haciendo gala de una paciencia de santo.

Un día se acercó un hombre que paseaba por el espigón y, tras echar un vistazo al caldero vacío, se paró junto al pescador y le preguntó:

- ¿Qué, pican?

El pescador, sin dejar de mirar al mar, hipnotizado por la inmensidad de éste y casi sin inmutarse, hizo un gesto negativo con la cabeza, tras lo cual el recién llegado se dio la vuelta para marcharse.

A partir de entonces, las visitas del desconocido siguieron sucediéndose con asiduidad para hacer su pregunta de rigor pero, casualmente, los días en que el caldero contenía algún pez, no daba señales de vida.

Una mañana, cansado ya de las impertinencias del visitante, el pescador salió de su casa más temprano que de costumbre, portando dos calderos: El que usaba habitualmente, que puso en el mismo sitio de siempre, y otro más grande que colocó al lado, oculto entre unas rocas. Ese día fue fructífero y todos los peces más grandes que fue capturando, en lugar de soltarlos, los metió en el cubo escondido, hasta tenerlo completamente lleno y, mirando con el rabillo del ojo, permaneció atento a la entrada del espigón. Cuando vio acercarse al desconocido, que al  atisbar el caldero vacío apretó el paso hasta situarse a su lado, sacó de entre las rocas el cubo cargado y ante el gesto de estupefacción de éste, le preguntó:

-¿Qué, pican?

 

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