A la vuelta de tantos años y sin que en verdad supiera aún por qué decidí volver a África aún sabiendo que de nuevo la partida sería una despedida definitiva que cada vez veía más cercana. Era volver a la atmósfera del pensamiento esclavo del que nunca pude desprenderme pues siempre, y hasta hoy, me han quedado restos inscrustrados en la memoria. Volver era entonces vivir las noches espesas del recuerdo, oler la tierra, ver el cielo estrellado, escuchar a lo lejos los aullidos de perros que vagaban perdidos y solitarios en la noche, oír aquellas campanadas que en otros tiempos daban otros significados a sus golpes, golpes que inundaban el alma de dolor, de tristeza y de silencio profundo casi infinito.
Algunas veces y en las tardes después de la caída del sol iba a verlos. Jugaban a la ruleta, al teje o al bacará. A veces se jugaban las vidas sabiendo incluso que éstas no eran suyas sino del azar o del tiempo en que se tardaba en perderla. A veces iba a mirarlos y sus miradas no expresaban sentimientos algunos; ni indignación, ni ironía, ni llantos de alegrías ni de tristezas, eran, a veces, almas vacías que si acaso expresaban una débil y difusa angustia y que era la misma que nos embargaba cuando sabíamos que un animal se nos había escapado de casa donde era un esclavo para morir en la más horrible de las libertades, esa libertad que da la soledad sin puertas por donde huir de verdad. También, algunas veces y cuando ya el sol se ocultaba allá a lo lejos por donde también se perdía la mirada sobre el mar, se apretujaban todos los unos contra los otros, era cuando se esforzaban en experimentar miradas de libertad y de esperanza y era también cuando en ocasiones acechaba la desesperación, el miedo, la envidia por los que ya no estaban y se habían marchado sin que nadie supiera jamás a donde y si habían llegado: simplemente nadie supo jamás de ellos.
Ellos, aún aferrándose al pasado como si nada hubiera empezado ya a requebrajarse en la tierra que pisaban sus pies descalzos, seguían jugándose sus fortunas que tal vez y en esos momentos carecían de total importancia. Utilizaban toda clase de objetos por monedas, algunas eran reales aunque quizás ya caducadas y que les habían llegado de extranjeros venidos en otros tiempos ya lejanos; eran monedas sin valor alguno salvo por el peso de sentirlas en sus bolsillos roídos o entre sus dedos polvorientos por una tierra seca de años sin lluvias. Sin duda alguna que ya aquellos hombres no sentían nada puesto que a veces adivinaban que hasta la memoria les habían abandonado, esto lo sentían cuando se iban a respirar al borde del mar y era entonces cuando sus miradas, colectivamente, se volvían voces en secreto que en secreto se decían que la libertad estaba allá, al otro lado de aquella línea imaginaria que se veía a lo lejos en el mar, allí, pensaban, estaba ese gran continente que alguna vez habían oído no se conocían las moscas, eso pensaban ellos: que allí no llegaban las moscas.
En mi memoria volví a encontrarme a mis refugiados, a mis seres queridos y ajenos separados por una distancia infranqueable de recuerdos dispares. Los veía todos juntos y apretados en el fondo de un buque que nunca partía hacia ninguna parte. Ese buque o lugar siempre anclado en el mar como si fuera una isla ya vieja también desprendía una ligera angustia que en otro tiempo era una sonrisa a veces irónica a veces soberbia. De ese buque algunas veces se lograba salir e incluso dejarlo y recorrer el camino ansiado, era entonces cuando se vislumbraba la libertad, cuando se descubría otros olores, otras lenguas y otras miradas; también era cuando – y por un tiempo – se perdía la memoria y se enneblinaba la mirada buscando, quizás, no querer encontrar el camino de vuelta. Querían ser viajeros y no emigrantes forzados a mantener siempre la mirada y el recuerdo en lo que se dejaba atrás; no querían ser aquellos emigrantes que sacaban sus migajas de los bolsillos para mostrarlas como señas de identidad, era esto y en aquellos momentos en que se sentían alguien con esa identidad que sentían que iban a perder, lo sabían y se aferraban a eso que era tan poco pero era todo lo que tenían, lo sabían muy bien y por eso jugaban a la felicidad aunque creían, equivocadamente, que la felicidad estaba allá al otro lado de la línea donde acababa el mar, allí donde creían que no existían las moscas.
Este escrito es pura imaginación y en parte realidad propia rescatada de un relato que escuché hoy de un anciano del África continental el cual me habló de cómo sus antepasados lejanos fueron sacados de sus tierras en África, embarcados y llevados como esclavos; los que allí se quedaron decían que se los llevaban a un país, a un continente, en el que creían, ellos, que no habían ni existían las moscas.
Lázaro.
Publicado en anterior ocasión en Diario de Las Palmas, octubre de 2011.
- Autor: lazaro sosa cruz ( Offline)
- Publicado: 20 de junio de 2019 a las 14:05
- Categoría: Sin clasificar
- Lecturas: 51
- Usuarios favoritos de este poema: Texi, alicia perez hernandez, mariapdfoxa
Comentarios2
Magnífica disertación amigo Lázaro, un gusto leerte.
bambam
Mi agradecimiento por su presencia y comentario compañero Bambam. Gracias
Me ha encantado la lectura, y te da pie para escribir cuando la inspiración es solidaria...Un gusto venir
un abrazo va
ZZa
La inspiración, aparte de solidaria, también es contagiosa; lo es cuando al leer te empuja a compartir y a escribir de lo que sabes y llevas dentro. Un placer encontrarte en mis letras, Zza.
Lázaro.
Para poder comentar y calificar este poema, debes estar registrad@. Regístrate aquí o si ya estás registrad@, logueate aquí.