Se ha muerto seco,
de amargura,
sin alcanzar tus labios
embriagado y enredado a tu perfume,
ahogado en desteñidas esperanzas;
Se quedó colgado,
con sus vísceras como hojas muertas,
incinerado en su pasión,
fiel a tu frescura de metal,
con su traje final
de indiferencia como íntima mortaja.
¿Porque este títere implacable,
moriría tenaz en tus dulzuras?
¿Acaso nunca tuvo nada,
ni antes ni después?
¡Nunca fueron uno!
Siempre fueron dos hostias
en la vandálica voluntad de Dios.
Tú, ave palaciega, distinta de las otras,
innata sin orillas
por encima del aire, habitada
por el deseo, caudal desnuda
que se abalanza con ternura,
con sexo y con todo
lo que de ti se mueve libre;
El calor que te nace,
la humedad que consumes,
divinidad de diosa que llevas,
entregas, envuelves el sueño,
atrapas la vida y el instante es una playa
en que suspira
su alma desnuda en tus pies;
Tú, calamidad de hombre,
curvado en tu frente y en tu espina dorsal
si hubieras amado un poco menos
te hubieran amado un poco más;
En el destino hay hebras de amor
que no se tocan,
ni se encuentran;
hay cosas que se funden en el horizonte
y solo son quimeras
balanceándose en los sueños
que nos muerden las horas dulces
de platónico lirismo.
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