Yo he visto, sin embargo, números oxidados
tullirse junto a los largos lagos sin cráneo
de la infancia, y un sonido de labios altivos,
exuberantes, procurar la lascivia en los altillos
y en las plazoletas de las gentes insomnes y crueles.
Y en las avenidas sin misterio de ciudades,
advertirse mutuamente viejos barberos de increíbles
metamorfosis, monedas caer, como un ojo sin brillo,
entre las teclas de un piano febril.
He visto anuncios de maniquís soportar
las excrecencias de un perfume derogado,
y vomitar a los niños y a las niñas, sobre
suelos empapados en vino y sangre.
Y al frío, como un compás hirviendo,
trazar su sonoridad de estornudos y de aves
ingresadas en jaulas, tan grandes como edificios.
Sollozar liturgias aleccionadoras
de hembra estatua ante las cobradoras
múltiples, coristas eternas, esfinges con plumas
de planetas devastados, que ofrecen su vaso de menstruación
a lobos de apetito desmesurado.
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