O aprendes a querer la espina
o no aceptes rosas. Melendi.
¿Margarita Rodríguez Ibárruri?
Sí, soy yo.
Un pedido para usted.
El mozo subía a pares, como a diario en los últimos días,
los escalones que separaban el zaguán de la puerta donde
vivía la susodicha desde que tuvo a bien quedarse viuda.
Tome usted, las flores. ¿Cuánto se le debe? Nada gracias.
De una vez para la siguiente hacía una suerte de lavado
psicológico para ignorar que lo que viene a esas horas
desde el abismo de las escaleras es un ramo de rosas rosas,
para así la sorpresa fuera eso, una sorpresa.
Llegaron a ser tanta veces, tantos días lo de las flores
que el mozo se valía de una llave para entrar en el portal
sin necesidad de porterillo, la confianza de Margarita se hacía
suficiente a tal extravagancia, e incluso se diría que la erosión
del roce estaba prendiendo las chispas del cariño.
Decía que tuvo a bien quedarse viuda porque su marido,
que cayó en desgracia laboral, dejó de servirle como proveedor
de vida y tuvo que ejecutarlo con cicuta en un vaso de manzanilla
que cada noche acostumbraba antes de reunirse con Morfeo.
La liberación que el maligno acto produjo en sus resortes fue
de una envergadura tal que fue a celebrarlo con sus más allegadas
cenando en cierto restaurante donde tenía mesa reservada sin
necesidad de coger el teléfono.
Al día siguiente vinieron las primeras flores, sin tarjeta, y desde
entonces no cesaron de subir, y el mozo tampoco.
Esta mañana las flores subieron de la mano de otro mozo,
el de siempre salió a recibirlo tras cepillarse los dientes
y echarse por los hombros la bata del difunto.
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