Todos mis poemas tienen derechos reservados.
Árboles retorcidos
llenos de pequeñas existencias
ansiosas y crueles.
Enmascarada de verde y oro
la madrugada naciente
esconde las uñas debajo de sus flores,
y hasta las mariposas succionan feroces
el néctar azucarado
escondido tras los pétalos.
Las abejas bordonean amenazas en voz baja
aunque no menos audible
que la queja del viento entre las ramas.
La vida desgarra la vida para vivir
y nace matando.
1.- La pesca.
Debajo del sauce llorón el río parece un pez tembloroso cubierto de miles de escamas quebradizas. El pez, al extremo del hilo, parece una gota de agua plateada.
Lo arranca del anzuelo. Toma un pedazo de rama caída a su lado y le da un golpe seco en la cabeza. El pescado se queda quieto. Lo deposita junto a los otros dos en la talega de mimbre. Enrolla tranquilamente la lienza alrededor del tarro. Introduce todos los implementos de pesca en la pequeña canasta rectangular y la cierra, anudando entre sí unas tiras de paja. Estira las piernas de los jeans que traía dobladas sobre las pantorrillas. Se cuelga la cesta al hombro y avanza con paso elástico por el solitario camino que bordea el torrente.
Catherine no tiene miedo.
Ya no.
Hace unos años lo había tenido, cuando apenas salía de la infancia.
Pero ese tiempo ya ha pasado. Ahora, lanza una rápida mirada, aguda y cortante, parecida a una cuchillada, al hombre que pasa junto a ella en sentido contrario. Un segundo. Sin embargo es suficiente para helar en él cualquier intento de acercamiento. Es una mirada que dice “ten cuidado, más te vale guardar las distancias.” Así lo entendió él aunque no pudo ver la forma como apretaba en su puño la diminuta navaja de resorte.
No, no tendría miedo nunca más.
2.- Tres amigas.
Levantando el racimo con la mano izquierda, se sienta junto a la ventana. Coge las uvas una a una y las mastica parsimoniosamente. De repente toma algún grano, lo mira por transparencia, viendo la luz filtrarse a través de la pulpa verde y le parece comer enormes joyas de jade. Le recuerda los dibujos de los cuentos que leía cuando niña: Aladino en la gruta llena de piedras preciosas.
Gilda en cambio las coge en montoncitos de tres o cuatro, se las mete en la boca todas juntas, mastica un par de veces y traga. Entonces, rápidamente, se mete las otras tres o cuatro que ya tenía preparadas.
Blanca las ha desgranado todas en un cuenco; las revuelve un poco con el dedo antes de elegir una y comerla, rápida, precisa, como un pájaro del que posee el andar vivaz y los movimientos nerviosos. Quizás demasiado nerviosos.
– Debemos pensar todo muy bien. - dijo Catherine - No podemos cometer errores.
– Pero... - Gilda hablaba con tono vacilante, dudando antes de cada palabra y luego empujándola de golpe - pero... Yo no me siento del todo preparada.
- Jamás lo estaremos – aseguró Catherine – si creemos no estarlo.
- Y… ¿no sería mejor tratar de recurrir a la justicia de todos modos?
– ¿Para qué? - la voz de Blanca era profunda y dura - ¿Para que nos hagan pasar por eso de nuevo?
– Y al final, - completó Catherine con su tono perentorio, claro, escueto - si es que lo logramos, lo que no es seguro, les darán unos cuantos años después de los cuales saldrán tan campantes. ¿Acaso es eso justo?
– No, por supuesto que no - contestó Gilda. Aunque en el fondo de sí misma la vocecita del temor le susurraba que sería bueno aplazar las decisiones.
– ¿Estamos las tres en esto?
– Yo estoy contigo - Blanca asentía con una seguridad creciente, nueva y que le permitía sentirse maravillosamente bien - Hasta el final.
– Yo también estoy contigo - las palabras de Gilda salían del fondo de su garganta, enronquecidas, como si les costara pasar entre sus cuerdas vocales – sí, lo estoy, pase lo que pase y cueste lo que cueste. Nunca retrocederé. - Su tono se alzaba a medida que hablaba. Las palabras realizaban su excelsa labor persuasiva en su ánimo. - ¡Nunca! ¡Lo juro!
Hubo un pequeño silencio. Se miraron las tres sopesando las posibilidades.
Gilda conocía a su agresor. Demasiado. Igual Catherine. Y además, hacía apenas un par de días, después de buscar infructuosamente durante varios meses peinando la ciudad, habían detectado por fin el auto color plata y Blanca había reconocido el brillo de acero en los ojos del conductor.
3.- El auto color plata.
El águila del sol despliega amplias alas planeando en el centro del cielo, desperdigando plumas incandescentes.
Pone los dedos a modo de visera a la altura de las cejas y otea a lo lejos. En sus ojos azules un resplandor se refleja: minúsculos soles brillantes en otro firmamento helado y desvaído. Todos le dicen que tiene ojos hermosos. La mayoría de la gente sólo ve bolitas de vidrio pintado. No son capaces de leer en ellos el contenido, sólo ven un tamaño, un color, una forma. Eso pasa con casi todo, con las bocas, las manos, con la persona entera. Por eso pasaba por buen mozo y en la calle, se volvían para verlo, las incautas superficiales.
Su mirada se vuelve dura mientras fija un punto en la lejanía. Una silueta de muchacha que avanza por la vereda opuesta. Tal vez quince, tal vez catorce años. Esas son las mejores. La niña pasa frente a él, no lo ha visto, viene hablando con alguien por celular. Demora la mirada en el pantalón ceñido. Sonríe para sí mismo. Una sonrisa que la inquietaría si pudiera comprenderla. Está buena la condenada. Se pasa la lengua por los labios. Su pupila se enturbia.
Recuerdos…
Recuerdos que nada tienen que ver con la casa amarilla de techo de tejas rojas que resaltan contra el verde-negro-azul de los cipreses a su espalda.
La casa tras cuya ventana que da al jardín se vislumbra la silueta de una mujer joven de melena rubia y porte altivo que está atareada poniendo las cortinas nuevas. Se escuchan risas, voces de niños que juegan en el interior con un fondo de música suave.
Recuerdos de risas enronquecidas. Sus amigos, sus compinches, con los que podía compartir el sudor y el semen. Una oleada de excitación le sube hasta la boca del estómago. Echa de menos esos tiempos de juerga. Suspira mirando hacia la ventana. Qué lástima que haya que sentar la cabeza.
El vehículo plateado reluce más que la plata bajo su mano hábil. Un último enjuague y habrá terminado. A nadie le dejaría limpiar este auto. Es su joya, su juguete personal, el símbolo de su poder.
El calor del mediodía cae a plomo sobre el paisaje. Algunas gotas de sudor se deslizan por su frente; las seca con el antebrazo.
- Rogelio! - la voz de su mujer lo sobresalta – ven a ver cómo queda.
- Sí, ya voy; ya termino.
Lanza el cubo de agua sobre el toldo, luego abre las portezuelas y lo deja así, aireándose al sol. (fragmento)
Puedes comprarla en Amazon , para kindle o en papel.
- Autor: jacqueline Sellan ( Offline)
- Publicado: 7 de marzo de 2020 a las 16:58
- Categoría: Sin clasificar
- Lecturas: 19
- Usuarios favoritos de este poema: Lualpri
Comentarios1
Espero no nacer nunca mariposa feroz.
Me ha gustado mucho leerte. Saludos
Hola Nuria. Se me desconfiguró el texto. Son los primeros capítulos de la novela.
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