El mundo se siente raro. Como...
borroso, o etéreo. No sé en que momento
abordé el autobús. Sólo recuerdo tallar un número.
Un garabato impregnado en mi mano.
Es la una de la tarde, y la resolana empuja mis ojos hacia la ventana.
Todo es como una pintura. Hay perros deambulando, hurgando entre la basura,
empresarios discutiendo con cigarros entre sus dedos, un repartidor de comida que
se desplaza raudo en su bicicleta. Es un paisaje extraño, una danza que no sé si se
repita todos los días. Tiene una música indescrifrable que sólo yo puedo sentir.
Maldita música que me desnuda y me expone ante ojos que no me pueden ver.
Por primera vez en mucho tiempo deja de importarme si los segundos caminan
en pasos de horas, o si alguien necesita que saque mi estetoscopio para escuchar sus pulmones.
O su estómago.
En un reparo del autobús, mi cuerpo se despega del asiento, y mi mundo vuelve al bajar los ojos a mi mano.
¡Ese garabato! ¡Ese maldito número! Mis ojos se cierran al sentir lágrimas brotar. Y ví toda mi vida
desde ojos ajenos. Como si yo no hubiera montado esa bicicleta cuando niño,
o cada recuerdo con mi familia, cada caricia de mi madre, y cada cena.
No me percaté que subieron un puñado de adolescentes hasta que empezaron a reír
y a bromear. Estaban paradas junto a mí. Sus risas eran estramboticas, y parecian
arquearse de sus estupideces. Largo fue el tiempo que permanecieron ahí. Al bajar, se despidieron
entre burlas y empujones, pidiendo perdon por su actitud...
¡¡Hijas de puta!!
La luz cambió. Era de espectro naranja, rara...como ocre. Todo lucía melancólico
y en llamas a la vez.
En mi mano aún se veían claros esos números. Esta vez no me molesté en tratar de borrarlos,
sólo pensé en el veneno que recorría mi cuerpo. La enfermedad que, sin darme cuenta estaba
acabando conmigo. Que había apuñalado el brillo de mis ojos y la fuerza de mis brazos. Sólo podía pensar
en una llama consumiéndose lentamente. Y los detalles del médico mientras me hablaba: Su rostro pálido,
los lentes mal encuadrados que rectangulaban su rostro. Esa gota de sudor que acariciaba su mente.
17:45, a esa hora murió mi último paciente. Lo anoté en mi nano para no olvidar registrar la hora. Y me acompaña.
Me sigue como guadaña al cuello. Como la herida que queda al retirar un cuchillo, o una braza ardiente.
Mientras caminaba hacía la puerta para bajar, sólo pude pensar en esas desgraciadas. Era la mejor risa que
escuché en mucho tiempo. Una sonrisa discreta esbozaba mis labios cenizos mientras bajaba de ese manto de luz opaca.
Octavio Márquez
- Autor: Octavio Márquez ( Offline)
- Publicado: 4 de abril de 2020 a las 21:40
- Comentario del autor sobre el poema: Gracias por su tiempo al leerme. Espero ser de su agrado.
- Categoría: Sin clasificar
- Lecturas: 11
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