para Anna María
Sentado bajo el roble,
recostado
en su tronco elevándose
hacia arriba, hacia el cielo,
hasta casi las nubes,
cuando hay nubes;
recostado en el tronco del árbol, medito
o me empeño en meditar, siguiendo
los consejos de mi amiga de toda la vida
que milagrosamente envejece conmigo,
que se niega a morir para no dejarme solo en el mundo,
y me invita a encaminarme
por una vía que podría abrirse a quien tenga la voluntad
de desprenderse de las costumbres que lo protegen
de su miedo a la realidad.
Sentado en tierra, con la piernas cruzadas,
escucho mi respiración, me concentro
con una cierta ansia a veces desesperada
pero a veces irónica
porque no llego a tomarme en serio
en esta pose hierática,
me concentro en el flujo de aire
que entra y sale de mis pulmones
como una brisa que sopla
hacia el mar, desde la tierra,
o desde el mar hacia la tierra, hacia mi cuerpo
que queda inmóvil
en este día de primavera
o de otoño incipiente
llevando de la tierra al mar los aromas
del poleo y la retama,
del romero, del lentisco, del adelfa,
el olor a leña quemada
de un fuego encendido
en un calvero bien limpio
para cocinar una sopa de hierbas silvestres,
o trayendo del mar a la tierra la salobridad
de la masa de agua y de aire,
de cielo marino, de vapores que ascienden al cielo
y se condensan en nubes
cargadas de electricidad.
El árbol
medita conmigo o parece que esté meditando,
si admitimos que un árbol medite,
él que vive en otra dimensión del tiempo,
él que no se desplaza ni siente
el ansia de llegar que sentimos los hombres.
A veces me parece
que medite junto conmigo
que escucho el sonido
de cada una de sus hojas vibrando en el aire
estremecidas por mi respiración. Me parece
que una felicidad cruce su vasta copa
y que se recoja en sí mismo.
Espero,
ahora conteniendo la respiración,
espero que alguien me señale
una salida, y oso suponer
que éste pueda ser el propio árbol, pero
seguramente el árbol, en su plenitud de vida,
está más adelante que yo en este camino
que me empeño en recorrer quemando etapas,
impaciente, huraño, con amor y con odio,
con desesperación y esperanza, rabioso, airado
por las supuestas injusticias
con las que la naturaleza nos desgarra
sin darse cuenta, sin quererlo, arrancándonos
al anrazo de nuestros seres queridos,
tormentándonos con enfermedades, con dolores
del cuerpo y de la mente. Pero
solo yo puedo encontrarla, la salida,
si hay una salida.
Solo yo podría encontrarla,
si tuviera la dulce, serena paciencia
que tiene este árbol que extiende sus raíces
hasta los estratos más profundos
donde también nuestros antepasados bajaban
con escalinatas talladas en la roca
para que sus muertos descansaran cerca del corazón de fuego
que alimenta los volcanes.
Avanzando en la misma dirección,
tanteando con mis manos la tierra,
tanteado la roca volcánica,
tanteado los escalones, las escalinatas profundas
hasta las habitaciones
en el corazón de la tierra,
cerca del corazón de los volcanes adormecidos,
buscando un resquicio,
una luz al fondo del corredor que quizá desemboque
a la luz del día, allá al fondo, que quizá desemboque
en aquella playa frente al mar donde navegan las velas
en la luz deslumbrante.
Desde aquí,
desde esta colina,
veo el mar lejano, la playa desierta,
el castillo
de muros ciclópeos
ahora transformado
en un chiche didáctico para turistas,
veo la arena negra que el río sigue acumulando
erosionando las rocas cubiertas de bosques
por cuyos senderos caminaban los hombres barbados
y las mujeres de misteriosa sonrisa.
Una mañana, si bajara hasta la playa,
después de recorrer el sendero
de la colina hasta el mar, podría
recoger una de las conchas que las olas empujan
fuera del agua, recogerla y acercarla a mi oído
para escuchar en su interior laberíntico
el silbido del viento
el fragor de las olas, el murmullo
de las corrientes submarinas. Una mañana,
poco antes del alba, antes de que las velas
empiecen a aparecer en la linea del horizonte,
podría sentarme en un tronco rodado por el agua o en la vértebra
antigua de un cetáceo y respirar el aire
del mar desierto
en esta franja de arena quebrada por el promontorio
en esta extrema orilla de Europa
en la luz del fuego de sus incendios.
- Autor: andrea barbaranelli ( Offline)
- Publicado: 16 de abril de 2020 a las 13:58
- Categoría: Sin clasificar
- Lecturas: 33
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