A finales del año 2007, tras realizar un curso de unos tres meses de duración y superar dos exámenes sencillos, uno teórico y otro de pruebas físicas, obtuve la acreditación de vigilante de seguridad, y desde entonces, salvo otro tipo de trabajos esporádicos que he hecho, este ha sido mi trabajo habitual. En el transcurso de estos casi 13 años he realizado todo tipo de servicios, en turnos de día o de noche, cara al público o en solitario, si bien la mayoría han sido nocturnos y en solitario, muchos de ellos a oscuras, en lugares carentes de instalación eléctrica. Nunca he tenido ningún reparo en trabajar a oscuras, al contrario, siempre me he sentido cómodo rodeado de ausencia de luz. Aunque pueda parecer un oficio aburrido y monótono, en este tiempo me he visto inmerso en multitud de anécdotas, y ninguna tan extraña como la que me sucedio una noche en el primer servicio que hice, cuando apenas llevaba unos días dedicado al oficio.
A unos 10 kilómetros al norte de Lorca, un antiguo campo de maniobras, donde los militares del ya disuelto regimiento de artillería Mallorca 13 realizaba prácticas de tiro o entrenamiento físico, estaba siendo desmilitarizado, con el fin de construir en sus terrenos una urbanización que finalmente no llegó a construirse, tal vez por la llegada de la crisis económica del año 2008. El proceso de desmilitarización consistía en desenterrar las piezas de artillería que habían ido quedando enterradas tras tantos años de pruebas. A muchas de estas piezas, de gran calibre, como fuego de mortero u obuses de carros de combate, les fallaba el detonador o la espoleta y quedaban sepultadas bajo los cráteres producidos por las que sí estallaban, y al permanecer allí enterradas con el material explosivo intacto, entrañaba un gran riesgo para quien pasara por allí. Los operarios encargados de llevarla a cabo iban rastreando la zona con detectores de metales y herramientas manuales de excavación, como palas o azadas.
En el momento de la desmilitarización, las instalaciones llevarían alrededor de una década abandonadas, desde que el mencionado regimiento desapareció, y en su día, independientemente del fin para el que fueron construidas, debieron ser un espacio precioso de ocio, dedicado a la práctica de deporte y entretenimiento de los militares. En plena naturaleza, rodeado de pinares y grandes eucaliptos, las infraestructuras, situadas a una distancia prudencial del promontorio donde estallaban los misiles, contaban, entre otras cosas, con pistas de frontón, tenis y fútbol sala, piscina, bancos y mesas de piedra o un circuito de ejercicio físico pensado para el entrenamiento militar. Pero en aquel momento todo se encontraba en estado de ruinas. De la cantina apenas quedaban ya los cimientos y la barra, y a la piscina le habían arrancado la mitad de los manises.
Los vigilantes nos situábamos en una típica caseta portátil prefabricada, de las que se utilizan en las obras para servir provisionalmente de oficinas o taquillas de los obreros. Esta casata estaba junto al camino de entrada a las instalaciones, pegada al tronco de un enorme eucalipto, y el objeto a vigilar era otra caseta situada justo enfrente, a unos 10 metros, en la orilla opuesta del camino, donde los trabajadores tenían la oficina, guardaban las herramientas e iban almacenando los proyectiles encontrados, a la espera de su retirada para su posterior destrucción.
Mi turno era de 9 de la noche a 9 de la mañana, y era uno de esos servicios realizados totalmente a oscuras. Junto a la caseta de los trabajadores había un grupo electrógeno grande, y el encargado nos dijo que podíamos utilizarlo cuando gustásemos para conectar la calefacción o tener luz, pero a pesar de encontrarnos en pleno invierno bajo un frío terrible, yo prefería abrigarme bien y no conectarlo, sobre todo por lo ruidoso de su funcionamiento.
Mis 2 mayores entretenimientos durante las largas noches de vigilia desde que me dedico a la vigilancia siempre han sido los libros y la radio. Hoy día, ambas cosas, tanto las lecturas como la radio, las llevo en el teléfono, pero como siempre me he resistido a claudicar ante las nuevas tecnologías, por aquel entonces tenía un teléfono móbil vetusto sin conexión a internet, y lo que hacía era ir a la biblioteca a pedir prestados los libros para leerlos a la luz de una vela. Mi equipamiento lo completaban un sencillo transistor a pilas y una pequeña linterna.
La noche en que me ocurrió tan extraño suceso era un sábado a primeros de diciembre. Se había pasado toda la tarde lloviendo de manera torrencial y cuando inicié mi turno seguía lloviendo. Aparqué el coche junto a la caseta, me bajé y entré rápido. El compañero al cual relevaba me comunicó que no había incidencias, tras lo cual se fue. Sé que era sábado porque después de estar leyendo un buen rato, ya bien entrada la madrugada, conecté la radio y comencé a escuchar un programa dedicado al misterio que se emitía los sábados, y en el que, a menudo, se hablaba de asuntos que me suscitan interés, como por ejemplo los fenómenos ovni o las conspiraciones en la historia. Aquella noche el tema a tratar; personas a las que se les han aparecido o han tenido contacto con seres cercanos ya fallecidos, no me llamaba mucho la atención. Soy escéptico con los fenómenos paranormales relacionados con apariciones de espíritus, aunque si hay personas que afirman haber tenido experiencias de este tipo, tan respetable es su opinió como la mía. Al poco de estar escuchando la radio dejó de llover y, producto de la intensa humedad, todo se cubrió de una espesa niebla.
Por primera vez desde el inicio de mi jornada, salí de la caseta para comprobar que los objetos a custodiar se encontraban en perfectas condiciones. Mal hecho por mi parte, pues estas comprobaciones siempre se deben hacer cuando se inicia el servicio, pero aquel día se me había olvidado llevarme el paraguas y para evitar ponerme chorreando, lo dejé para cuando escampase. Casi a tientas, dado que la niebla se tragaba el haz de luz de la linterna a unos pocos metros, me aseguré de que todo estuviese en orden. Luego volví a mi caseta y nada más sentarme, me pareció oír unas voces. Di por hecho que se trataba de interferencias en la emisora y bajé del todo el volumen de la radio. Cual no sería mi sorpresa cuando las voces no se apagaron. A la desesperada desconecté el aparato y le quité las pilas pero las voces, no solo no se apagaban, si no que cada vez las sentía con mayor nitidez. Con la sangre helada, como flashes se me pasaron mil cosas por la cabeza. Primeramente pensé que podían ser ladrones. Vaya suerte la mía, me dije, me acabo de estrenar en el oficio y ya empieza la acción. También barajé la posibilidad de que, entre la tenebrosa noche y lo que estaban contando en el programa, tal vez me habría llevado a un estado de sugestión tal, que la imaginación me estaba jugando una mala pasada. Pero no, las voces eran tan reales como mi desconcierto y se estaban acercando. Como pude cerré la puerta con llave por dentro y cogí el teléfono para llamar a la policía. Me temblaban los dedos sin poder atinar a pulsar las teclas del teléfono. Atenazado por el pánico, abrí la ventana y entre los barrotes alumbré hacia afuera. Justo enfrente de la caseta, entre la niebla pude distinguir la silueta borrosa de tres personas; un adulto y 2 niños.
-¿Quién anda ahí?-Pregunté con voz temblorosa.
- Disculpe, no se preocupe, ya nos vamos.- Me contestó el hombre, con un tono demasiado tranquilo para lo inusual de la situación.
-¿Se puede saber qué hacen por aquí a estas horas y con la noche que hace? Me han dado un susto de muerte.- Insistí, aunque más por nerviosismo que por el interés de saber. En el fondo estaba deseando de verlos marcharse de allí.
-Perdone si le hemos asustado. Los fines de semana suelo pasear por aquí con mis hijos. Esta tarde, cuando hemos salido de casa, estaba soleado, pero nos ha sorprendido la nube en la montaña y nos hemos metido en una casona vieja para guarecernos de la lluvia. Y esperando a que dejase de llover fíjese la hora que se nos ha hecho. Siento mucho haberle asustado. Ya nos vamos.- Me explicó antes de volverse y proseguir la marcha.
Antes de verlos desaparecer entre la niebla, les pregunté si necesitaban algo y si llamaba a alguien para que viniese a recogerlos. Ya fuera de mi vista, me contestó que no era necesario, pues estaban bien y vivían cerca.
Aunque la explicación del hombre parecía del todo congruente, había detalles que no terminaban de encajar. Sobre todo la tranquilidad y la sangre fría que mostraron en todo momento. Supuestamente, al igual que yo, ellos también deberían haberse sorprendido cuando les alumbré con la linterna, y ni el hombre ni los niños dieron la más mínima señal de sobresalto. Asimismo, me extrañó que caminasen a oscuras y fueran capaces de orientarse a través de la niebla. Pasé el resto de la noche con mareos y náuseas, tal vez por los efectos del susto. Cuando mi compañero vino a darme el relevo por la mañana, no quise contarle lo sucedido, tan solo le pregunté si la tarde anterior había visto pasar a alguien por allí. Él me contestó que no y que por qué se lo preguntaba. Por nada, le respondí antes de irme. Tal vez el hombre y sus hijos hubieran pasado por otro sitio cuando se dirigían a la montaña o mi compañero no los hubiera visto en caso de pasar por allí.
A partir de aquel día, apenas pensé en el incidente hasta que, pasadas unas semanas, una conversación entre los operarios de la desmilitarización me dejó perplejo. Uno de ellos le contaba al resto que en aquel campo de tiro, en sus años de actividad, tuvieron lugar unos trágicos sucesos en los que habían perdido la vida, por una parte, un capitán de infantería, al volcar el carro de combate en el que hacía maniobras, y por otro lado, dos niños, hijos de mandos militares, después de entrar en una zona prohibida y estallarles una granada que manipulaban. Hasta entonces yo no había oído hablar de estos hechos y al venirme a la mente lo vivido la noche lluviosa, hasta llegué a creer que todo era una broma de los operarios para asustarme. Como no disponía de internet, me fui a un ordenador, no recuerdo bien si de la biblioteca o de un locutorio, para buscar en la hemeroteca a ver si encontraba algún dato relacionado con estos sucesos luctuosos, y, efectivamente, ambos ocurrieron separados por un breve espacio de tiempo, en el año 1983, uno en marzo y otro en octubre, creo recordar.
Han pasado ya 13 años de aquello y de vez en cuando pienso en ello, trato de convencerme de la inexistencia de relación entre estos trágicos accidentes y las personas que yo vi aquella noche, dando total credibilidad a la versión que me contó el hombre cuando me dijo que se vieron obligados a guarecerse de la lluvia y no pudieron salir hasta que paró de llover pasada la medianoche. Después de enterarme de las tragedias ocurridas en 1983, seguí haciendo el servicio unos días más, hasta completarse la desmilitarización. Unos días en los que me metía en la caseta, cerraba con llave y apenas me atrevía a salir. Tampoco pude volver a sintonizar el programa de misterio durante esos días. Fuese casualidad o no, ni antes ni después he vuelto a tener esa sensación de pánico.
- Autor: Joseponce1978 (Seudónimo) ( Offline)
- Publicado: 16 de agosto de 2020 a las 00:44
- Categoría: Sin clasificar
- Lecturas: 24
- Usuarios favoritos de este poema: javier Juarez 🍷, kavanarudén
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