No basta la ceniza
a mi talante estoico.
Norbert, en su delirio por la arqueología, ganó una beca para trabajar
en la expedición que a la sazón organizaba la Universidad de Gottinga
con el propósito de desentrañar los secretos de Pompeya y Herculano.
Engrosaba una lista de voluntarios profesores del departamento de
historia antigua que llevaban años pugnando contra la Administración
alemana para conseguir este desplazamiento, no sin antes realizar arduos
esfuerzos por convencer a las autoridades de su necesariedad.
La víspera del viaje era un bullir de nervios y preparativos, sus sueños
de hallazgo se disparaban como rayos de luz incesantes que brotaran
del espejo de un manantial, tal que así era la expectación y la maravilla
que en sus mentes se avecinaban.
Llegó a Nápoles y armaron su cuartel general en el seno de uno de los
albergues de la ciudad que la universidad napolitana dispuso para el evento.
No les faltó la conveniente colaboración de los poderes locales tanto del
ámbito académico como político, fue la bienvenida la de un campeón olímpico.
El caso es que trabajando con denuedo cada día, cada segundo dio en darse
de bruces con un conjunto escultórico, fragmentado, ceniciento aunque visible
que decía de una joven pompeyana que ante el infierno vesubiano se retiraba
al cubierto de su hogar con una parsimonia y elegancia que sobrecogieron al
susodicho, quien no supo de su alcance hasta que no volvió a su rutina profesoral
y se le viniera a la mente —en el conjuro del sueño— la imagen de la «Gradiva»,
que así se daba en llamar por los expertos arqueólogos, y del que ya Jensen dio
cumplida consagración en su libro de 1902.
Una tarde, en la confusión que el véspero rubicundo suele sumir a las almas
sensibles, se asomó a su ventana para ver a una joven que quiso que fuera ella,
la Gradiva; tanto que corrió a la puerta, escaleras abajo, y la siguió y persiguió,
a sigilosa distancia, para cerciorarse de lo que creía estar presenciando.
¡¡Es ella!!, exclamaba para sí con la insistencia de una gota cayente.
Estuvo por acercarse y preguntar pero su timidez era proverbial y casi inasible
para su vacilante seguridad; no oso abordarla nunca, hasta perderla de vista.
Se rindió cuando sus piernas no acostumbradas al ejercicio le dijeron basta.
Llegó a su casa, a la calidez del hogar flameante, después de una larga y delirante
caminata y se sumió en un sueño, que lo transportó al infierno del 79 d.c.
La estaba viendo, a ella, a la Gradiva, a la chica pero vestida de romana vestal
de larga toga de lino y caída plegante sobre la soberbia y despaciosa cadencia
de su andar, ignorante de la debacle que le precedía y que mordía sus talones...
Así fue como Norbet se internó hasta lo eterno en la sima de su delirio.
- Autor: Albertín (Seudónimo) ( Offline)
- Publicado: 11 de octubre de 2020 a las 14:04
- Comentario del autor sobre el poema: La Gradiva de Jensen fue objeto de un exquisito análisis por parte del hombre más exitoso del momento: Sigmund Freud.
- Categoría: Cuento
- Lecturas: 25
- Usuarios favoritos de este poema: Texi
Comentarios1
Qué interesante relato. Nos traes a la Gradiva, figura icónica, la mujer que camina, de los surrealistas y el libro de Jensen; se convierte para Froid en la mujer terapeuta, la que cura y comprende, quien interna a Norbert "en la sima de su delirio"., como finaliza tu texto, pues estaba obsesionado con su andar y en su viaje a Vesubio, Norbert se la encuentra y lo perturban su rostro y su caminar. La terapia psicológica del héroe. Me encantó, poeta. Un gusto leerte siempre.
Gracias por tu dedicación y me alegro de que hayas descubierto también este curioso personaje.
Para poder comentar y calificar este poema, debes estar registrad@. Regístrate aquí o si ya estás registrad@, logueate aquí.