A ti, Soledad.

La soledad sin el hombre
es solo paisaje.

Niña soledad, ¿Cuándo te encontré?
Te recuerdo vagando mis alrededores
cuando solo era carne de cuna,
te sentía venir desde el pasillo,
al fondo los cacharros del desayuno
recibiendo su cotidiana ducha
mañanera, mamá cantando
su chirriante cantinela para hacerse
comidilla de las vecinas.
—esto que llevo escrito no es poesía,
aunque quiera engañaros con la forma
versicular de las frases, solo quiero o
intento hacerlo más bellamente legible—.
Como iba diciendo la soledad me mecía
la cuna cuando lloraba la teta boba
—digo la teta boba haciendo un paralelismo
con la sopa boba, como no podía ser de otra
forma anejo a un bebé que apenas podía
cumplir con la obligación diaria de vivir—.
Como seguía diciendo —después de salir
de la muralla de anea blanca donde dormía
mis primeros sueños— la soledad siguió
a mi lado cuando ya podía huir de ella,
cuando ya las piernas me daban para andar
y podía tirarme al suelo a jugar y ensuciarme.
La soledad me traía a sus mejores amigos
para que no siempre fuéramos dos los que
jugáramos —me presentaba a su amiga
imaginación de la que celebro cada día
su existencia, y su otra amiga —no menos
celebrada: La reflexión —que ahora —ya
peinando canas— me acompaña sin pedir
nada a cambio en los paseos vespertinos
que suceden a las horas de producción.
La Soledad —la pongo en mayúsculas porque
es nombre de mujer—, —no sé que más decir,
a ver...—, ¡a sí!, es mi amiga —creo que esto
lo he
dicho ya, ¿no?—
¿Qué más digo? —tengo que decir algo más para
completar las doscientas cincuenta palabras
que debo escribir como ejercicio contra el olvido.
¿Os he dicho que me estoy preparando para no
tener alzheimer, que por eso escribo, leo, corro,
ando, como sano, duermo sano, río, me burlo, bebo,
vuelvo a reir, converso, me converso, monologo..?
Paro aquí. Ya está bien.
Os pido perdón pacientes lectores, y gracias...