NOSOTROS, LOS MEDIOCRES...

Nosotros, los mortales comunes,
no hemos podido escapar
del inclinado vicio
de juzgar a los grandes íconos;
es nuestro deporte favorito,
nuestra poluta destreza,
el pantanoso arte que nos consuela apenas
de la mísera existencia que exhibimos
y ocultamos, con un coro unísono,
en las pantallas y en los micros,
en nuestras salas y a solas;
pero también sabemos que nunca seremos
lo que ellos han sido
y lo que serán después
a pesar de nuestros ruidos.
Nosotros, los comunes,
a duras sombras somos
la sombra de sus brillos.
La muerte nos aplasta, devora nuestra envidia,
pero en ellos la muerte,
que es también un filtro,
hará de sus hazañas
memorias, gloria, mito.
Nosotros, tan comunes,
seremos lo que olvida el infinito olvido.
Ellos: los grandes, los distintos,
también fueron humanos
sufriendo laberintos,
también se descarnaban
en uno o más de un vicio,
pero nunca dejaron sus sueños
pender del débil hilo
del azar. Cumplieron un destino
venciéndose a si mismos.
No existirá jamás un grande que haya sido
librado de las críticas,
del dardo maldecido.
Ni aun siquiera Cristo.
Habrá, aunque lo dudo, que comprender por fin
lo que es verdad y obvio:
que todos se equivocan,
que vulnerables somos
al péndulo complejo
de la virtud y el vicio.
Todos somos de susceptibles nervios,
de fango corrompido,
pero hay quienes trascienden
su imperfección y alcanzan
niveles inasibles por su talento e ímpetu.
Nosotros, los mediocres, debemos aplaudirlos
aunque nos pese a veces las manos y la boca,
la envidia, el pesimismo,
y debemos hacerlo aun siendo sus críticos
por el solo privilegio de haberlos conocido
de lejos o de cerca,
con manchas y prodigios.
Nosotros, los comunes...
Miremos nuestro ombligo...