Reflexiones II

jorgepeguti

Cómo no embelesarme. Cómo no prendarme. Cómo no abstraerme. Cómo no desconectar mientras me hablas, con una voz de esas que encienden el alma, y quedarme absorto contemplando cada minúsculo detalle de tu rostro, tus facciones, tus arrugas, tus muecas, tus labios, tus ojos, tu sien…

Y cómo no admirarlas, cómo no creer en el poder catártico que ejerces sobre mí, cómo no tener la certeza de que la belleza, eso que casi todos se pasan buscando toda la vida y no la encuentran, es eso que alumbras con cada sonrisa que le dedicas a la vida. Cada sonrisa que me regalas. Cada sonrisa que me aletarga y me despierta, que me hiela y me abrasa, que me atonta y me agudiza. Agustín de Hipona dijo que el amor empieza con una sonrisa. Cada vez que te observo me doy cuenta de cuán cierto es. Sin embargo, no dejo de preguntarme qué tiene de especial mover unos cuantos músculos de la cara hacia arriba y enseñar los dientes. ¿Es algo realmente atractivo? ¿Es algo que verdaderamente provoca una sensación reconfortante en los demás? ¿O es simple y pura percepción? ¿Acaso idealizamos las cosas para no caer en el hastío y en la amargura? No obstante, creo que lo mejor de todo es que el vacío que siento cuestionándome todas estas cosas se disipa, se extingue como el fuego sin oxígeno. Tú eres mi respuesta. Tú eres mi evasión. Tú mitigas todo asomo de hiel en mi alma. Una hiel que es producto de todas las mundanidades que nos rodean, todas efímeras, todas finitas. Esa decadencia sempiterna que es ineludible, inherente al ser humano. Y qué hacer. Qué podemos hacer nosotros. Me niego a creer que nada. Rotundamente. No. No puede ser. No mientras tú me sigas sonriendo. No mientras tus ojos sigan brillando y reflejen la pureza de un alma que no conoce el huero sentimiento de saber que sólo aspiras a ser el esclavo de alguien. Pero y qué más da. Ezra Pound dijo que esclavo es aquel que piensa que necesita ser liberado. Yo no lo necesito. Yo lo pido. Lo imploro. Lo suplico.

Y tú, inocente, dulce flor de ese jardín de lágrimas, sin tener ni idea de nada, porque eres demasiado buena como para saberlo, me redimes, me expías, me absuelves, me liberas cada vez que me ofreces un aliento tuyo. Y es en ese momento, que sé, con la más absoluta convicción, de esas que sólo se tienen un par de veces en la vida, que no me hace falta más. Pero siempre he sido una persona ambiciosa. Cómo no serlo contigo. Cómo no anhelar una mirada, una sonrisa más. Pero me asusto. Me hago pequeño. Me amedranto. Me apabullo. Porque desconozco dónde está el límite. Ignoro cuándo podré saciarme. Esta sed que mi alma me pide a gritos que calme, que alivie. Y cómo hacerlo. Sin exigirte. Ni me atrevo. Quién soy para hacerlo. Nadie. Me contradigo. Lo sé. Pero y cómo no voy a contradecirme, si cuando te miro me haces dudar hasta de mi propia identidad. De mi propio ser. De mi existencia. De si aquella felicidad que sentí cuando probé aquellos canelones de mi madre era real. O de ese orgullo en el pecho al lograr montar en bici por primera vez. Me sacudes los cimientos. Las raíces. Que siempre son lo más importante. Y qué hacer. No paro de inquirirme. De arrancarme a pedazos por dentro. De desgarrarme. De quebrarme. Para volver a nacer. Como el ave fénix de sus cenizas. Porque de eso va la vida. De resarcirse. No hay más. Oí una vez que cada uno hace lo que puede hasta que su destino le es revelado. Yo no creo en el destino.

Creo en ti.

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