Nuestra ciudad de blanco

Llegamos en el momento exacto, como si la vida deseaba que estuviéramos ahí. Comenzaron a caer copos de nieve. La ciudad se vestía de blanco mientras caminábamos de la mano. Las calles de Greenville eran nuestras, las miradas, la atención, la música, la nieve, las risas, la felicidad, el amor, todo era nuestro. La gente se cuestionaba el por qué dos personas caminaban en plena nieve vestidos con shorts bastante cortos. Ni siquiera nosotros lo sabíamos, no hubo tiempo de pensar en eso. Corrimos para entrar en calor, nos perseguimos mientras nos lanzábamos bolas de nieve. Y la gente se volvió a cuestionar el por qué dos personas que deberían estar sufriendo de frío se estaban divirtiendo como nunca. A esa duda si le tengo una respuesta, éramos felices, lo somos aún, pero en ese momento solo éramos él, yo y la nieve de febrero. Dichosa nieve de febrero, ha conocido el rostro de mi querido. El sonido de su sonrisa era lo único que mis oídos escuchaban.  Después de varios minutos, nuestros cuerpos se estaban congelando, necesitábamos calor, y en un momento de éxtasis, nos encontrábamos desnudos en la parte trasera de su auto. La melodía de las risas cambió por el excitante sonido de los gemidos que me provocaba. El placer y la pasión reinaban en nuestro ambiente erótico.  Sus labios sobre los míos hacían que mi boca quisiera un beso también. Los escalofríos recorrían cada parte de mi cuerpo y se despertaba el deseo de tenernos, de entregarnos el uno al otro. Me hizo suya, me sentí de él y lo sentí a él. Grité su nombre. Le pedí que se detuviera aunque en realidad quería que nunca acabara. Se vino en mi boca mientras yo en mi mente deseaba que nunca se fuera. Pero el tiempo estaba celoso de nosotros y pasó como si tuviera prisa en acabar la noche. Aquel sábado 6 de febrero, las horas se hicieron segundos y regresábamos a casa desnudos y felices, tomados de la mano y escuchando mis canciones favoritas, observando nuestra ciudad de blanco.