Dos almas ardientes...

Al Duborg

Rubicunda en mi morada,

asediada por mis besos.

Reverberaba el instinto,

como carne al asadero.

Imantados de caricias,

nuestros cuerpos se atrajeron.

Mientras más eran tus besos, 

más se encendía mi pecho.

El corazón fulguraba,

hizo lanzar mil destellos,

ella se quitó el abrigo,

tenía flama en su cuerpo.

La metralla puesta en ráfaga,

¿quién apagaría el fuego…?

ni una copiosa tormenta

ni un diluvio en el desierto.

Eran dos almas ardientes,

hechas en forjas de acero,

brasas de un mismo fogón,

que de un “cují”, fueran leños.

La piel forjaba pavesas,

fue apología de Hefesto.

¡Quién da calor al amor!

nunca ha de temer del viento.

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