José Ramón Muñiz Álvarez
MIGUEL ANTE LAS PUERTAS DE LOS SUEÑOS
La imagen de los sueños en los diarios
Miguel, extravagante, como siempre, miró con la nostalgia del anciano que siente que la vida se le pasa. A veces, los más jóvenes engendran extraños sentimientos melancólicos y advierten la derrota del verano. Y es triste ver que vuelan los veranos, que escapan a un lugar donde los bosques parecen ser más densos y más verdes.
Miguel, porque era sano, sospechaba que había algún embrujo en esos parques y hablaba con un tono modernista: sabéis los sentimientos de estas gentes que siguen caminando por los pueblos, envueltos en un verso de Machado. Y el signo natural del universo, la voz del universo en la poesía, le hablaba de esos parques y de bosques.
Miguel soñó un imperio en lo remoto, Miguel soñó un abismo en la palabra, buscó que fuera abismo el verbo mismo. Y pudo contemplar que en el espíritu también se abría paso aquella tarde callada de un septiembre malherido: Miguel, como el septiembre malherido, vencido por su espíritu sin ánimo, pensaba en los callados cementerios…
Y, hablando de cipreses y cipreses -parece que noviembre se avecina-, Miguel soñó paisajes imposibles. Lo mismo da deciros que su almohada tenía aquellos pórticos a un mundo de magias irreales y de mitos. Los celtas, los vikingos, los cosacos abrían un espacio a una novela que nunca se escribió fuera del sueño.
Y vieron los dragones de esa tierra sus pasos indecisos por el jardín amable de la noche. Y vieron esas sílfides de antaño sus pasos repetidos por la historia, no lejos de los templos del arcano. Y vieron los castaños de otros tiempos su voz hacerse llama entre las brisas, perderse como un verso que se escapa.
Y el alba derramó, sobre sus ojos, los oros que pronuncian las auroras, al tiempo que amanece un nuevo lunes. Y el alba derramó sobre sus ojos los versos de un azul que tiñó en púrpura la gracia derramada por su vino. Y nunca fue la aurora que nacía la luz del alba aquella, siendo sueño, cediendo como el sueño de la tarde.
Miguel subió por fin a su goleta y quiso mantener su rumbo firme, volver de aquellos mundos imposibles. Y el caso es que son mundos tan extraños que no es posible siempre ese regreso que quieren los muchachos indecisos. Miguel se despertó y quedó callado y el sueño lo llevó hacia nuevos reinos, quizás a los castillos donde el alba.
Miguel soñó con mapas olvidados, con mares de rincones escondidos, con nombres de lugares que no existen. Miguel soñó con raros paraísos, buscó los paraísos, sintió cerca la tierra donde nacen las leyendas. Y existen las naciones que se pierden en brumas de leyendas que cantaron los bardos de otro siglo a la deriva.
Y hay siglos que se escapan para siempre, que vuelan como el aire del otoño, que gimen como el sueño de una helada. Y así, Miguel, corriendo los pasillos callados del palacio que habitaba, sintió la voz helada del ocaso. Y pudo sospechar en los cristales callados, empañados, como entonces, el símbolo febril de su destino.
Miguel era un valiente y su coraje, su audacia, su grandeza ante el abismo, lo hacía concebir un mundo nuevo. Él pudo imaginarse un dios inmenso, capaz de dar sentido a lo que tuvo delante de su vista, de sus ojos: los árboles, las hojas en la senda, las luces del crepúsculo, las llamas del día moribundo al despedirse.
Y quiso rescatar sus impresiones, hacerlas eternales, ser su dueño, tenerlas para sí, sin olvidarlas. El diario en que apuntó sus pensamientos solía recoger estos secretos de noches tan fecundas como raras. Y entonces, al mirar aquella página, se vino a sorprender, viendo el poema, plasmado ya en papel, de hacía tiempo.
Sus sueños recogían su poesía.
Miguel y la palabra del ocaso
Miguel, que siempre supo de locuras, hablando de locuras con su espíritu, se vino a encaprichar con los senderos. Buscaba una escalera hacia las nubes, buscaba ser el cielo con los nimbos, jugar con el vapor que va en el aire. Las pompas de jabón son ilusiones del alma que conquista sensaciones que ofrecen los poderes imposibles.
Miguel, en su locura, suponía que todos los paisajes son el mismo, que el tiempo confluía en cada cruce. Pintar aquel otoño era pintarlo y hacerlo permanente, si el otoño juntaba en sí la voz de los otoños. Plural y singular se hicieron uno, y el alma de un otoño repetía los versos que cantaron ya los otros.
Pintor de encrucijadas en Asturias, amigo de los charcos en la tierra, soñaba con el oro en los caminos: las hojas desprendidas de los árboles, sus rojos y sus ocres, son alfombras que dicen su verdad al que camina. Asturias nos hablaba de la muerte, del paso hacia la muerte entre arreboles que quieren ser el sueño del ocaso.
Miguel vivió tejiendo esos crepúsculos, Miguel vivió soñando esos crepúsculos, jugando con su fuego, retratándolo. Sabéis que en esas telas esa magia nos habla del hechizo y es hechizo que besa los ocasos, las auroras. Y el alba, bostezando como siempre, también contó a Miguel sus inquietudes: nacer para la noche es algo extraño.
¿Buscaban la catarsis sus pinceles? Su pluma de escritor lo dijo claro: “la muerte nos aguarda y no es terrible.” Pensaba que la vida le ofrecía seguir ese paseo de la vida, jugar con el paseo de la vida. Pensaba que ese tránsito curioso lo hacíamos maldito con ideas extrañas, execrables, dolorosas…
“La muerte que se ofrece en el paisaje se torna en la poesía de la vida, nos hace caminar con paso firme”, según dicen los versos del muchacho -extraña afirmación, tal vez sensata, si es cierto que se vive sin angustias-. Y hablar de las escarchas y la helada, metáforas de tiempos invernales, ayuda a comprender lo que sentía.
Miguel soñó con reinos de belleza que buscan las antorchas del ocaso, que sienten las antorchas del ocaso. Los suyos eran oros encendidos mirando aquella tarde moribunda que canta las tristezas de diciembre. ¿Y a qué saben los llantos de diciembre? Diciembre puede ser la bofetada que hiere como el aire repentino.
Lo cierto es que diciembre es un regalo que hiere nuestro rostro con la escarcha que corre por el aire, si anochece. Lo cierto es que diciembre es un regalo que hiere nuestro rostro con su fuerza, lanzada como un grito silencioso. Lo cierto es que diciembre nos avisa del paso de los meses, de los años, y todos somos algo de diciembre.
Miguel pintó los meses del otoño, y fueron juntamente el mismo otoño, jugando a ser otoño en el otoño:
-Si todos los otoños son el mismo -se dijo aquella tarde, junto al río.
Y el río contestó a su comentario:
-Tú piensa que el otoño es pasajero, que van corriendo ya muchos otoños, que nunca hubo dos tiempos semejantes.
La voz del río sabe lo que dice:
-Tú piensa que hay otoños diferentes, lo mismo que veranos sin sequía.
Y el caso es que Miguel se imaginaba que nunca vio un verano de sequía en esa tierra suya de las lluvias:
-Asturias es la tierra donde brotan las aguas en callados manantiales que cantan la constancia del chubasco.
¿Es bueno celebrar el aguacero? Miguel, pincel en mano, pintó lienzos y supo escribir líneas fabulosas. Asturias sigue hablando del otoño, pronuncia sus otoños en follajes y alientos de la escarcha en los helechos. ¿Y quién habla de helechos moribundos? La voz de los otoños que volaron, el grito de un otoño que se queja…
Miguel también habló de los helechos.
Los sueños delirantes del profeta
Miguel, porque era joven todavía, con alma soñadora, imaginaba lugares imposibles en el mundo: soñaba con ciudades infinitas, rincones del desierto en que el ocaso teñía, con azul, el horizonte. También supuso mares donde el verde se hacía más hermoso que en la jungla, más denso que la jungla más tupida.
Miguel se imaginaba en otros reinos, buscaba siempre reinos diferentes, soñaba con espacios nunca habidos: los prados, cuya púrpura encendida brillaba, reflejándose en el cielo, se hacían más hermosos al ocaso, y aquellos parques bellos, sus azules, sus rojos, esas mezclas singulares, ardían bajo el cielo en los palacios.
Y, siendo los palacios pabellones que hacían de la luna, con la noche, la diosa más hermosa de esas patrias, soñaba mares bellos, cuyo fondo, con algas y correas, semejaba los aires donde vuelan los albatros; gustaba de saber a los albatros señores de ese cielo, predadores del aire bullicioso en el océano.
Y, asiéndose a la almohada, suponía mareas en las noches silenciosas que saben contemplar el plenilunio: legiones de marrajos avanzaban, llenaban cada palmo las cornudas, hervían en azul las tintoreras. Y todos eran aves en el agua, sabiéndose, en el líquido elemento, igual que los halcones en el aire.
Y supo que los pecios eran magia, que todos sus tesoros, su misterio, tenían más valor que el oro mismo. Los mares del lenguaje le ofrecían -quizás como metáforas del mundo que puede uno pintar a su capricho- remotas fantasías que no caben en esa realidad en que habitamos aquellos que ignoramos su belleza.
Y somos ignorantes de lo bello, creyendo que la rima y la pintura, las músicas que suenan en el aire, no dicen que el destino nos anuncia sucesos que vendrán, imperios nuevos a los que renunciamos, sin saberlo. También llegará un día en que no sueñen las almas que ahora sueñan, si es que toca, tras ver la luna llena en las alturas.
Miguel sabe soñar, y, porque sueña, se siente como un príncipe en su tierra, gozando del respeto y del dominio. Los bosques, siempre verdes en Asturias, pudieran ser acaso transparentes, igual que son las aguas del arroyo. Y es fácil que el arroyo, en su discurso, nos haga comprensibles sus palabras, los raros acertijos que recita.
¿Qué dicen los arroyos que recitan? ¿Qué dice su discurso, si descienden? ¿Qué cantan sus palabras cuando suenan? El caso es que un murmullo dice mucho, y, hablándole al invierno y al otoño, parece que se explica a la hojarasca. ¿Qué dice la hojarasca cuando vuela? ¿La brisa que la arrastra en el sendero? ¿Qué dicen los paisajes al crepúsculo?
El alma del poeta es siempre grande, su voz jamás se agota y es arroyo que pone voz a todos los arroyos. El alma del poeta es siempre noble, y es noble, en la palabra del poeta, su rara confusión, si no es locura. Son sabios los poetas que están locos, nos habla su locura y nos seduce, nos hace ver el mundo con sus ojos…
Y hay algas en el fondo -raros ocles-, extrañas tintoreras del abismo, cetáceos que proceden de los trópicos. Y vemos los delfines y en su lomo la marca de ese mar que no se agota, las olas que dibujan con su dorso. Y vemos esas olas que se hermanan con todos los delfines cuando vienen, si llegan a estas playas apartadas.
Miguel conoce bien cada secreto del mar, como los viejos pescadores que escuchan la galerna en la buhardilla. El mar vive en pobladas caracolas que saben contener esa poesía: un universo virgen se abre paso. Miguel, explorador que toma el rumbo, conoce, con la rosa de los vientos, los cantos de juglares muy distintos.
Miguel no se arrepiente, si naufraga.
Los vientos son juglares de otros mundos
Los vientos son juglares de otros mundos, de tierras diferentes a esta tierra que sabe del trabajo de la gente. Hay mundos diferentes a este mundo y hay locos que se escapan a esos mundos, perdidos entre densas soledades. Allí la vida es siempre diferente: los cielos son oscuros con el día, las noches se hacen claras como el aire.
Los vientos son juglares, son los bardos que vienen desde el norte y nos explican secretos que se calla la poesía. Vosotros, los que amáis versos y prosas, soléis amar las músicas del arpa y el verso que recitan los rapsodos. Y todos nos describen esos cuadros que pueden encontrarse en los tapices del viento que nos habla del otoño.
¿Diremos que el otoño es un poeta? Pongamos que lo fuera un solo instante: ¡qué clase de poesía nos diría! Pensad en los rincones apartados, pensad en los más densos castañares, pensad en esos bosques quejumbrosos. Las selvas son amigas del crepúsculo, lo saben un preludio de la muerte y saben anunciarlo a las heladas.
Miguel lo sabe bien, por eso escribe; Miguel lo sabe bien, por eso pinta: sus cuadros son otoños en un lienzo. Podéis mirar los cuadros simplemente, dejar que la imaginación os abra puertas, seguir esos caminos hacia el cuadro. De pronto, camináis por el poema y todo es la locura desusada que juega a confundirnos con el mundo.
El mundo de Miguel es diferente, contiene la belleza de una Asturias que sabe sugerirnos la existencia. Él bebe de esa sidra que arrebata cuando se vuelve fuente en el camino -a veces, hace versos a deshora-; él sueña con la sidra que lo ensalza, llevándolo a esos mundos tan extraños -a veces, se imagina en otros reinos.
Miguel, de todos modos, es un santo, y en esa santidad en la que vive, su sueño es el más bello de los sueños. Miguel bucea siempre en esos mares que pueden disfrutar los que son nobles, aquellos en que habita la inocencia. Por eso el mito nace de la entraña, por eso el mito brota de la entraña y en ellos la leyenda es lo más obvio.
De todos modos, viendo que estos sueños nos llevan a paisajes tan extraños, podemos suponer lo que le espera: Miguel será por siempre un solitario, lejano de la gente, de esa gente que no puede entender sus tonterías. Quizás es que Miguel es un maniático que sabe recordar los pasadizos que llevan a las islas del tesoro.
Pensad que ya son muchos los tesoros. Sus versos son el aire, si resuenan con ese brillo mágico de entonces:
-Existen en el mundo en donde estamos las hadas que nos miran y seducen -nos dice desde el mundo en que reposa. Él vive en ese mundo, entre sus algas, sus sueños son un mar donde naufraga la esencia de los versos que redacta.
Miguel es un poeta y un tunante, y es joven como el viejo que contempla la vida con señales de añoranza. Las lágrimas se escapan por sus ojos si puede ver los valles cuyo verde le traen esos recuerdos del pasado. Él sabe que la voz del eucalipto jamás la pronunciaron, en los bosques, los viejos eucaliptos de la zona.
El viento es el que agita al árbol joven, moviéndolo, tocándolo con fuerza, sabiendo menearlo con su soplo. Y el alma de Miguel es, pese a todo, como esos eucaliptos que lamentan que el viento los malee de esa forma. Los árboles más viejos los envidian, pues ellos ya no danzan con el aire, no bailan con sus danzas cadenciosas.
Miguel, que es árbol joven, se sorprende, nadando en la vorágine, creyendo que vuela como el águila en el cielo. Después, sin gran apuro, torna al mundo, regresa con la gente, está de vuelta, camina por las sendas más comunes. Lo vemos, al pasar, lo saludamos y mira y nos saluda muy discreto, callando su secreto a los extraños.
¡Y el alma del poeta es tan profunda…!
2020 © José Ramón Muñiz Álvarez
- Autor: Von ( Offline)
- Publicado: 22 de octubre de 2021 a las 16:54
- Categoría: Triste
- Lecturas: 67
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