Crónica de un suicidio (a Pablo de rokha).

Era una lejana mañana de 10 de septiembre de 1968, el poeta se levantó temprano como buen macho de antaño, caminó en dirección al baño, miró hacía el espejo y se observó como quien mira a un anciano desgastado. Observó la triste silueta de un poeta que sobrevive en una constante agonía y en un infinito luto. Caminó por su habitación, restos de poemas no terminados yacían desperdigados por el piso. Se sentó sobre la cama, tomó un cigarrillo y lo prendió, el lento pasar del humo en sus pulmones lo tranquilizaba. Al terminar, se paró y caminó lentamente para sentarse en su escritorio, una hoja en blanco de su libreta esperaba impaciente ser convertida en su último poema. A su izquierda la foto de winnet lo miraba de reojo y le hacía compañía mientras escribía sus últimos versos, mientras que a su derecha, un frío revólver calibre 44 le Coqueteaba. Le costó terminarlo, el saber que era el último de millones tenía una peculiar carga especial. Terminado el poema lo firmó y cerró su libreta. Posterior a eso, y con una tranquilidad sombría tomó el revólver y lo posó entre sus dientes. Pese a intentarlo no pudo evitar recordar sus primeros poemas, su rebeldía característica, su eterna pelea con neruda y su triste y vacío premio nacional de literatura. Recordó el trágico suicidio de su hijo (poéticamente con mismo revólver que tenía puesto en su boca) y la trágica y fúnebre muerte de winnet. Pese a recordar lo trágico de sus últimos años no lloró, como buen poeta de antaño, su poesía se encargaba de llorar todas las lágrimas que él jamás pudo soltar. Apretó los dientes con fuerza mientras miraba por última vez la monocromática fotografía de winnet, cerró lentamente sus débiles párpados cansados y apretó el gatillo: Pablo de rokha había muerto mucho antes de dispararse.