EL ENEMIGO INVENCIBLE
Una guerra despiadada. Eso era y, en definitiva, una guerra que había ido naciendo de pequeñas beligerancias y desacuerdos que no vienen al caso. El campo de batalla estaba marcado por ondulaciones y pliegues suaves, aunque peligrosos; una zona dividida por una almohada puesta de manera sutil, ese tipo de fronteras infranqueables y al mismo tiempo absurdas que aparecen de la nada y que se instalan con cierta cortesía, al principio, más luego adquieren espíritu de edicto, de hábito, de ceremonia invariable.
Cuando un pie, por descuido o por la secreta intención de él alcanzaba a rozar los de ella, ocurría una retracción violenta, la misma reacción que habría tenido al tocar un trozo de hielo o la cabeza de una serpiente. Después, un carraspeo, dejando en claro la falta cometida, la violación de aquel acuerdo tácito.
Las noches eran sucesivas e implacables, al igual que las armas que utilizaban ambos para resguardar esa causa sublime: el desprecio. Durante el día, las ocupaciones los alejaban. Él, en su taller de autos. Ella, en su oficina. Nada en común, o quizás fueron amigos alguna vez, más que eso… Se amaron, se comprendieron, se conocieron. El ocaso del amor inicia al conocerse, reza el adagio. No hubo hijos, algo que los atara a la fuerza. Por las noches, terminada la rutina de una cena en silencio, se encadenaban a sus teléfonos celulares para evadirse, para navegar en otras aguas donde la tempestad no pudiera hacerlos naufragar. El acto de desnudarse se había vuelto una posibilidad remota. Asimismo, el descuido que dejara ver al otro el flanco débil, la carne expuesta y vulnerable. Ella tenía las formas redondeadas de una escultura romana. También la frialdad tersa del mármol. Él, un abdomen crecido y vello en la espalda. La cama los esperaba como un lecho mortuorio, el tálamo de dos cadáveres.
Fue la omisión, el error o la inercia lo que los arrastró a traspasar el muro de almohadas una noche. A lo mejor las ganas se hicieron gotas acumuladas en un vaso, y el pie se mantuvo ahí, anhelante del roce repentino. El calor de ella atrajo su pierna siempre próxima, torpe, como la extremidad de un rinoceronte o de un elefante sin selva ni circo. Alguno de los dos dijo algo, breve palabra, breve frase (se nombraron), y la blanca y suave frontera que los dividía cedió a una mano, y luego a otra… un nombre, ya suspiro, ya susurro… Él la tomó con fuerza, pero la pasión tiene su ritmo, su tempo. Ella le recordó cómo debía amarla. Despacio, profundo, fuerte… Seguían nombrándose, dejando de lado las armaduras para herirse y penetrarse. Todo era suave, caliente, erizable; todo era digno de ser tocado y lamido y besado… Pero en sus ojos lo que ardía era el momento y nada más. El Día D, o G en este caso, acto decisivo de una larga guerra, acabó sin comentarios. Se miraron, se adivinaron, habían vencido y perdido al mismo tiempo... Amanecía. Era momento de volver a sus trincheras.
- Autor: Raúl Voltavayeros (Seudónimo) ( Offline)
- Publicado: 14 de abril de 2022 a las 15:27
- Categoría: Sin clasificar
- Lecturas: 25
Comentarios1
De mi libro "Ejercicios imaginarios", Editorial Homo viator.
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