De los recuerdos más diáfanos que aún conservo en el desván de la memoria, son mis primeros veranos en el pueblo. Y de entre esos recuerdos, guardo con especial cariño los corros que se formaban en las calles al anochecer para tomar el fresco. En realidad, lo de tomar el fresco era solo una excusa para reunirse y socializar.
En el pueblo, por encontrarse a una altitud considerable, aunque el calor no era tan sofocante como en la ciudad o tan pegajoso como en las zonas de costa, a las 4 de la tarde también apretaba, y salir a la calle conllevaba el riesgo de pillar una insolación, y lo más aconsejable era quedarse en casa, que en la mayoría de los casos estaban construidas con gruesos muros y tejados de caña y barro que aislaban bien del calor y del frío. Por aquel entonces no había aparatos de climatización, y la mejor manera de soportar las altas temperaturas consistía en abrir las ventanas para aprobechar las corrientes de aire.
En este marco, después de comer a mediodía, dormíamos un par de horas de siesta. Al levantarnos de la siesta, los niños merendábamos y salíamos a la calle en busca de juego. Nos congregábamos en la plaza, y de ahí cada pandilla de amigos tomaba un camino distinto, siempre dentro de los límites del pueblo. La mayor parte de los días no regresábamos a casa a cenar, y por la noche nos recogíamos cuando el sueño y el agotamiento hacían presa en nosotros.
Los adultos cenaban temprano y al caer el sol, comenzaba el grandioso rito de salir a tomar el fresco. Los vecinos de una o varias calles salían, cada cual con su silla, y en un punto previamente establecido, se sentaban formando un corro cuyo diámetro aumentaba a medida que sus integrantes terminaban de cenar y se iban agregando. A quienes les pillaba algo retirado el punto de reunión, para no cargar con la silla, se les sacaba una de la casa más próxima al mismo. Muchas veces acudían tantos componentes al corro, que ocupaba el ancho de la calle y si algún coche necesitaba pasar por allí, como el corro de tomar el fresco era sagrado y bajo ningún concepto se podía perturbar, tenía que dar marcha atrás y rodear por el camino de la era.
Una vez formado el corro, se conversaba hasta bien entrada la madrugada, momento en que, por decisión unánime, el corro se disolvía y sus integrantes se retiraban a acostarse. Los temas de conversación eran muy variados, desde los quehaceres diarios hasta los problemas cotidianos, pasando por temas de actualidad o experiencias del pasado. Como al pueblo también acudían personas a pasar unos días de vacaciones, cuando alguno pasaba junto al corro y saludaba, en caso tener ancestros oriundos del pueblo, se le intentaba identificar tirando del hilo genealógico hasta llegar a la cuarta o quinta generación en línea ascendente. Por momentos se discrepaba y las conversaciones tomaban un tono acalorado sin llegar a la hostilidad, y en ocasiones, a alguien se le escapaba un disparate o una ocurrencia y el eco de las carcajadas retumbaba en las montañas. Hasta los gatos se sentaban encima de las tapias de los paradores para permanecer atentos a la conversación.
Los niños, cuando nos hartábamos de jugar por el pueblo, nos íbamos cada uno al corro del cual formaban parte nuestros padres, y nos sentábamos a escuchar la conversación hasta que nos quebábamos dormidos en sus regazos, en una silla, o en el mismo suelo, y entonces algún adulto nos advertía del riesgo de dormir en el suelo, porque si pasaba Juan Paco con la mula, el animal podía no percatarse de nuestra presencia y tropezar. Si pese a la advertencia, no respondíamos por encontrarnos ya soñando, alguno se levantaba para ponernos una piedra a modo de almohada.
Puedo rememorar la imagen del corro, sentados en las antiguas sillas de madera con el asiento de enea y manteniendo aquellas conversaciones tan francas y bucólicas, como si los tuviera ahora mismo frente a mí: La Cati de Nicolás y su marido José; La Ana María y su marido Perico; Mi chacha Concepción y su hermana Isabel, cuya casa estaba pegada al corro y nos sacaba las sillas o un botijo; Miguel y su esposa Antonia; La Rosa del Cholo; La Dolores y su marido Francisco, quien se ausentaba algunos días para quedarse en su casa tocando la guitarra; La Satu y su esposo Miguelín, mi madre... y alguno más que se me olvidará. No recuerdo a mi padre o a mi chache formando parte del corro, por tratarse de hombres acostumbrados a llevar el ritmo horario de las gallinas, acostándose al anochecer y levantándose con el canto del gallo para bregar en la tierra, pero mi madre sí era asidua a salir a tomar el fresco en las temporadas veraniegas que pasábamos en el pueblo.
Como actualmente estoy instalado en la ciudad, solamente suelo subir una vez por semana, y si alguna vez paso allí la noche, me quedo en casa y no bajo al pueblo, pero según me han contado mis padrinos, la costumbre de salir en verano a tomar el fresco, al menos con el entusiasmo con que se hacía antes, se ha perdido, y es un signo más de la progresiva despoblación de la España rural. También influirá el hecho de que con el paso del tiempo las personas tenemos hábitos más individualistas, y aunque suene extraño que lo diga alguien tan solitario como yo, así es, o así lo percibo. El contexto histórico también juega un papel importante. Estoy hablando de una época en que la democracia daba sus primeros pasos después de 40 años de represión, y aunque es cierto que en los últimos años de dictadura las leyes ya no eran tan restrictivas como al principio, fue a raíz de la instauración de la democracia y la entrada en vigor de la constitución cuando la gente se echó a la calle a celebrarlo y se respiraba un ambiente festivo de total libertad. Supongo que todo influira un poco. El caso es que es una lástima que estas sanas tradiciones tan arraigadas se vayan perdiendo.
- Autor: Joseponce1978 (Seudónimo) ( Offline)
- Publicado: 9 de julio de 2022 a las 14:51
- Comentario del autor sobre el poema: Llevo tiempo queriendo dejar constancia escrita de la vieja tradición de salir a tomar el fresco, pero me cuesta horrores describir este tipo de anécdotas por los sentimientos encontrados que me producen. Por un lado son recuerdos que guardo con especial cariño, pero por otro me atacan el alma. El pasado es mi mayor verdugo y, como si se tratara del rodillo de una apisonadora, al final terminará aplastándome.
- Categoría: Sin clasificar
- Lecturas: 47
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