El carlismo se quita leyendo.
—Pío Baroja.
Dicen que no viajar cierra la mente,
aunque hay muchas formas de viajar,
no necesariamente física.
Me asomo a la ventana,
sin postigos ni alféizar,
miro sin mirar, vuelo
con la sola voluntad de volar.
Me imagino mundos que no veo
porque carecen de sustento, materia.
Me asomo y miro arriba,
las nubes son de algodón dulce,
agarro del cabo un palo largo,
las pincho—no llueve— y las atraigo
a la boca. Poco a poco el azúcar
va invadiendo papilas, paredes y cielos.
Muy a lo lejos veo montañas ¿O son
formas que la nubosidad matutina
dibuja, y a mí me lleva a ellas?
Pienso en quienes habitan esas cumbres,
sus casas erguidas sobre un adobe
incierto, hecho de bruma y tiempo,
rodeadas de un paisaje solo al alcance
de sus ojos, y dándolo por común,
como herido por la costumbre
y su tábula rasa.
Me asomo a la ventana —esta vez
a la que está al lado, la de ribeteado
azul violeta, como el dios de Juan Ramón—
y miró hacia el otro extremo —creo que antes miré
hacia la derecha ¿O fue hacia arriba?
En mirando, mirando, y fijando los ojos
a la nada, empiezo a imaginar, otro viaje.
Dejo la mente suelta, esperando a ver dónde
me lleva. El reloj de pared del salón da las campanadas
de las diez y veinte minutos de la mañana —qué raro,
nunca antes el gallo salió a esta hora.
Me acuerdo como por ensalmo
de que me falta alguna provisión
en el frigorífico; me visto y voy al colmado
de la esquina, interrumpo el viaje en este punto
para reanudarlo cuando la calma tome de nuevo
el timón. Recojo amarras y dejó en buen puerto
mi barco, blanco, con velas de lino y esperanza.
Cierro el libro...
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