La breve semblanza de las mariposas

Joseponce1978

Se trataba de una buena mujer, qué duda cabe. De sonrisa perenne, era de ese tipo de personas que transmiten buenas vibracionas desde el mismo momento en que las ves acercarse desde lejos. Siempre muy cariñosa con los niños, nos invitaba a dulces caseros o nos daba alguna moneda para comprar golosinas cuando nos veía jugando cerca de su casa.

Uno de esos días, la vimos salir de su casa, nos llamó y nos ofreció 5 pesetas a quien consiguiera llevarle una mariposa, pero no valía cualquier polilla; debía ser un ejemplar de alas grandes y coloridas.

Con 5 pesetas me podía comprar un chicle o varios caramelos, y como en esos momentos no tenía nada mejor que hacer, al momento de escuchar el ofrecimiento, me fui corriendo a casa a coger mi cazamariposas. Acto seguido, me dirigí al monte abierto con la esperanza de atrapar un ejemplar que reuniera las características solicitadas.

Mientras buscaba atentamente entre los matorrales, me iba preguntando por el objeto de semejante petición. Como en otras ocasiones nos había dado las 5 pesetas sin pedirnos nada a cambio, se me pasó por la cabeza que tal vez se tratase de algún reto, a modo de ganarnos de alguna manera el dinero, y cuando le llevásemos la mariposa, la soltaría sin más antes de entregarnos la recompensa.

Yo ya tenía cierta experiencia cazando mariposas. Me gustaba meterlas durante un rato en una bolsa transparente o en un vaso para verlas aletear y cuando me cansaba las dejaba ir, pero en su mayoría eran de tamaño pequeño. Otra cosa muy distinta era dar con una grande y conseguir atraparla. Para ello era preciso decubrirla estando posada en una flor o en un tallo. En caso de espantarla, en un par de aleteos las perdía de vista.

Tardé varios días en atrapar una mariposa de tamaño considerable y colores vivos. Con cuidado de no tocarla demasiado para no estropearle los colores, la metí en una bolsa y, rebosante de felicidad, pensando en los caramelos que me estaban esperando, corrí hacia la casa de la señora. Timorato de que no se encontrase en casa, llamé a la vieja puerta dándole golpes con el puño, porque su madera era tan robusta que apenas sonaba cuando la golpeaba con los nudillos. Pasaron unos segundos y la pesada puerta se abrió rechinando. Cuando ella me vió parado en el portal, sonrió como de costumbre y me pasó la mano por la cabeza. Quiso saber lo que me había llevado hasta allí y yo alcé la bolsa para mostrarle la mariposa. En ese momento se ensanchó su sonrisa y se echó a un lado para invitarme a pasar adentro.

La puerta de entrada daba a un gran salón y pasaron unos segundos hasta que mis ojos se adaptaron a la oscuridad habitual de las casas antiguas. Me pidió la mariposa y yo le entregué la bolsa. Se la acercó a la cara para verla bien y mostró un gesto de satisfacción antes de darme las gracias y asegurarme que no tenía ninguna igual, y por ello me iba a dar 10 pesetas en lugar de 5. Sacó del bolsillo del vestido los 2 duros y me los entregó, pero su comentario me llenó de intriga y nerviosismo. Por un lado, estaba deseando salir para ir a comprarme los caramelos, sin embargo, al decirme que no tenía ninguna mariposa como aquella, mi curiosidad me llevó a querer saber para qué las quería, y se lo pregunté. Entonces me pidió que me acercase a un mueble para enseñarme algo.

Abrió un cajón del armario y de su interior sacó un panel de cartón en cuya superficie había varias mariposas clavadas con alfileres, y me confesó su afición a coleccionar mariposas. Luego cogió la que yo le había llevado con cuidado de no dejarla escapar ni manosear sus alas demasiado, sacó un alfiler de un botecito, y la clavó en el cartón atravesándole el tórax. El insecto aleteó varias veces intentando zafarse antes de quedar inerte con las alas extendidas pegadas al cartón. Aparte de aquel panel de cartón a medio completar, me mostró otros ya completos, enmarcados y protegidos por un cristal. Ver aquello me causó impresión, y ella, al verme tan callado, me explicó que las mariposas, como ocurre con las flores y casi todos los seres vivos más bellos de la naturaleza, tienen una vida bastante corta, y al morir en la tierra, por el roce del aire o al convertirse en pasto de las hormigas, sus delicadas alas se descomponen en poco tiempo, y de esa forma podían conservarse durante muchos años. Su explicación no terminó de convencerme y salí de su casa algo contrariado. Los caramelos me dejaron un sabor agridulce.

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