Capitán Ironía

Mariano Torrent

Libro: Bailar junto a las ruinas 

 

Fabulador de ademanes a medio 

desabotonar, suele involucrarse en líos 

bronceados, pero solo por cortesía.

Considera la insensatez como 

la mayor de sus virtudes.

 

Bebedor de salvajismo;

la memoria del que se asume vencido

siempre será más impiadosa que celestial.

 

Allá va el Capitán Ironía,

licuando el asombro del 

barrio con su aire desdichado.

Su rostro enfermizo balancea

su oscuro fastidio.

 

El sol de los triunfos ajenos siempre

fue demasiado radiante para que 

pudiera mirarlo a los ojos.

Su piel es un alambre atravesando la

tarde entre bramidos de soledad.

 

Víctima de algunos momentos rescatables,

que alentaron una cierta ofuscación

sobre los inexistentes finales felices.

 

Allá va el Capitán Ironía,

con una impaciencia de nudillos

gruesos. Propietario de una declaración 

incinerada, a la que nunca 

dejó de echar de menos. 

 

Azotado por lo irremediable, el

insomnio le sonríe con los

labios apretados. La presentación oficial 

con los remordimientos siempre incluye 

un tarascón de por medio.

 

Por fin se queda dormido sobre una

retahíla de protestas taciturnas,

para entablar un soliloquio con sus pesadillas.

 

Allá va el Capitán Ironía,

con el abatimiento de los que

vienen de un rito de iniciación frustrado.

Con un viento huracanado entre las manos

pinta los barrotes de su propia jaula.

 

 

Hace un par de horas me enteré que

el Capitán quiso ascender a Comandante,

pretendiendo transformar en moretones las ojeras

de cinco caballeros muy bien adiestrados en el 

poco elegante oficio de moler al prójimo a palos.

 

Poco y nada me extrañó, porque 

desde que dejó de ser Teniente, 

al Capitán siempre le gustó ponerle

leche descremada a la cicuta, y dictar 

su propio epitafio con fuegos artificiales. 

 

Allá está el Capitán Ironía, 

en cautiverio en una cama 

de hospital, con un par de

costillas quebradas y una

lesión en el orgullo y el pulmón.

 

Con tres dientes menos y el rostro indigno

de alguien de su rango, lanza hacia la lluvia 

que golpea la mísera ventana de esa habitación 

una advertencia amortiguada: Tan pronto como se 

recupere todos los diarios de este país pondrán 

en los titulares su nombre, apellido y las 

condecoraciones que ganó jugándose la 

reputación en las leoninas calles de la vida.

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