Solo

Schopenhauer llamaba a su caniche «so hombre» cuando le insultaba por algo que hiciera mal. Paseaba por la vera del Meno de tarde, fracasado de los intentos de labrar una profesión, intentó valérselas de traductor de grandes pensadores pero le dieron la espalda, y se consideraba un hombre superior, al modo platónico, por ser artista. Siempre quería llevar razón en sus discusiones en el hotel Inglaterra tras la comida, porque se consideraba en posesión de la verdad frente a un vulgo ignorante. 
—Notas a una ponencia sobre su vida. 

Podría ser...

Me he quedado solo.
Jugaba al fútbol con otros amigos,
una plaza amplia a ras de ventanas
de vecinos y sobrevolada por columnas,
una escalera de acceso larga,
con una pausa en medio, para descansar.
Sigo solo, oigo risas.
Oigo que me miran sin llamarme
—o respetan mi silencio
o no se atreven a romperlo—, yo sigo solo,
pensando en nada, tumbado sobre el fondo
de un abismo que solo vive en mi cabeza.
Uno de ellos opta por llamarme,
pregunta si quiero jugar con ellos,
le digo que sí, que ahora, cuando
terminara de pensar, de subir por las paredes
de este pozo en el que estoy escondido. 
Seguía solo, sentado contra el banco verde
lindante al estadio —a mí me lo parecía.
Supongo que necesitaba parar, asimilar la vida
que me iba entrando poco a poco y no daba abasto.
Juan se me acercó para asegurarse
de que estaba bien, le dije que sí y me fui con él,
ya fuera del abismo, viendo la luz, queriendo.
Me uní y empecé a reír con ellos, 
al unísono, como formando parte de una entidad
superior, sintiéndome pieza de algo
que no acababa de explicarme —ni ahora me explico.
Ahora, en este instante, sigo solo, levanto la vista
del papel para respirar y seguir escribiendo.
Me seco las lágrimas con el dorso de la manga,
enjugo un recuerdo y sigo escribiendo...
Espero que me entiendas. Dejo la pluma dormir
sobre este tintero.