Roma

El viaje comenzó como una ventura incierta. Casualidad dirán unos, causalidad, dirán otros. La cuestión es que su llegada a la antigua catacumba lo dejó consternado; tuvo la imperiosa necesidad de volver solo y a última hora para recorrer los laberintos sin que los orientales iluminaran con sus flashes las paredes de ladrillos milenarios. "Ahora sí" pensó mientras descendía con cuidado la escalinata gastada por el paso del tiempo y los millones de turistas que solían recorrer el lugar.

Bajó varios escalones y se detuvo para que sus ojos se adaptaran a la falta de luz. Sintió sobre su piel de bronce la temperatura también en descenso, un escalofrío le recorrió el alma. De inmediato comenzó a oler un aroma dulzón y se transportó a otra época. A tientas continuó bajando, ya en el último peldaño miró su brazo derecho, le llamó la atención no tener el celular en la mano sino una muñequera extraña, siguió recorriendo su cuerpo con la vista y  con las manos, le sorprendió vestir sandalias de cuero y una túnica blanca. Llevó su mano izquierda a la cabeza y se topó con una corona de laureles. Caminó vacilante por el pasillo, la reja que solía cortar el paso de los visitantes ya no estaba. Pudo avanzar más allá de lo permitido y penetrar  hasta el final del túnel  guiado por el aroma avainillado de la cripta. La frescura del musgo se apoderó de su voluntad, continuó el camino laberintico hasta el final. Allí se detuvo, recordó el entierro de su amada, el llanto desconsolado de las patricias y el profundo dolor causado por la ausencia inesperada e inevitable de su amante. Cayó de rodillas, no pudo contener el llanto que se le agolpó en la garganta y le atravesó los ojos. De a poco comenzó a subir el agua. Él se dejó llevar, flotaba en  la cripta en un camino de regreso sinuoso hasta dar con su cabeza en la reja.

Al otro día, los diarios matutinos publicaron en su portada: "Muere turista atrapado en la cripta de San Calixto. Se presume vendetta de la mafia napolitana".