Antonio

Alberto Escobar


El periodismo es el minutero
de la historia.
—Arthur Schopenhauer.

El medio es el mensaje.
—Marshall McLujan.

 

 

 

Antonio era un gran periodista. 
Fue de repente, de noche, mientras descansaba en su cama tras un día duro, farragoso, de idas y venidas en la redacción a propósito de una noticia bomba: Al presidente del gobierno se le ha conocido una amante..., casi nada.
Se conoce que el estrés que generó la irrupción repentina de la noticia en los teletipos le pasó factura a su ya debilitado corazón; no en vano arrastraba desde hacía varios lustros una arritmia perniciosa que devino finalmente en crisis cardiaca y esta en parada respiratoria. 
Nada más conocerse la nueva de su muerte se suspendieron las actividades; todos quisimos estar con él y su familia en tan delicados momentos, donde el calor amigo se necesita más que nunca. Conocía desde hacía tiempo a su mujer, encantadora donde las haya, Rosa es su nombre y marchita se le veía ante el repentino mazazo. 
La noticia del presidente —como podría entender cualquier lector— quedó ipso facto en segundo término, aún la repercusión que estaba teniendo en la opinión pública. 
Antonio fue un periodista de raza, de esos que no dudan un segundo en empeñar su vida a cambio de una gran noticia, de un gran trabajo en pos del prestigio de su redacción, de librar batalla contra la corrupción y el abuso de poder, tan en boga en estos tiempos. 
Visité la capilla ardiente, instalada en la M-30, para departir un rato con su familia y darle mi último adiós. ¡Cuánto te echaré de menos!—le dije en voz baja, asegurándome de que nadie me escuchara, quería hablar con él a solas como cuando en la redacción, aquellos días en que me notaba cabizbajo por algún contratiempo familiar o profesional, me hacía sentar en su despacho y ejercía como nadie su liderazgo, su carisma, al servicio de su personal.
Di, doy y daré siempre gracias a Dios por haberlo puesto en mi camino y haber aprendido tanto, no solo en lo que atañe al ejercicio periodístico sino como persona —fueron veintitrés años codo con codo al pie de la noticia, luchando como jabatos. 
El coche fúnebre salió a las 12:45 del Tanatorio en dirección al cementerio de la Almudena, donde reposan desde hace décadas los restos de sus antepasados en un panteón precioso, ornado con la escultura de su padre, sedente, que hace las delicias del visitante ocasional.
El coche marchaba lento, lentísimo, como era de rigor, y flanqueando al grueso de la familia, que lo seguía de inmediato, me encontraba yo, acompañado de otros redactores y jefes de sección, en un homenaje silencioso y no menos emocionante —el vello se me erizaba. 
Seguiré con la historia en otro momento querido lector, cuando recupere las fuerzas y el tesón necesarios para proseguirla. 
Si me disculpan...

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