Un bautizo.

Alberto Escobar

 

De antiguo había la necesidad de inmiscuirse hasta el tuétano en la Naturaleza para alcanzar la purificación: sumergirse en las profundidades de un volcán, en la gélida caricia de un extenso lago...El bautismo recrea esa liturgia. 
—Es una nota más, no recuerdo su procedencia...


Últimamente compruebo que cualquier nota que ponga en el encabezamiento de un escrito me la llevo al terreno del sentir. Voy a procurar que no, esta vez. 

 

 

Era el último de sus hijos, la última, para ser exactos.
Era cierto que aunque su madre creció según el credo católico, aún imperante, su padre 
era de un ateísmo fuera de toda duda —de hecho, entre las anécdotas que en familia 
se contaba acerca del padre destacaba aquella que le hacía salir de las iglesias cuando el 
cura iniciaba la homilía y los familiares que acudían a la boda, bautizo, u otra celebración
semejante, eran saludados por él , efusivamente, como lo era siempre.
Decía que su madre, practicante desde muy temprana edad, quería una ceremonia por todo
lo alto, como se merecía la ocasión habida cuenta de que se trataba del ingreso de un ser,
suyo para más inri, en la feligresía del barrio, y eso merecía todos los dispendios.
Desde muy temprano, Don Raimundo, el cura, se esmeraba en la disposición del ornato,
que el vino fuera nuevo y las hostias frescas, que el polvo desapareciera de la superficie
de la bancada y que el altar fuera digno de Dios. Decir, por aportar algún dato artístico,
que la iglesia presentaba en su fachada una apariencia neogótica, abocinada la entrada
al estilo de algunas puertas de la Catedral hispalense, y sita pegando a una gran avenida,
de lateral se erigía una especie de estación de servicio para vehículos menesterosos, 
y cerca, por detrás, se conservaba enhiesto un lienzo de la antigua muralla almohade,
en perfectas condiciones, que continua hasta la puerta de Nuestra señora de la Esperanza
Macarena. El barrio, que se preciaba de ser uno de esos barrios medievales ahítos
de conventos, se congregó casi ya a las claras del día para ocupar los mejores sitios 
con el propósito de no perder puntada del desarrollo del bautizo; no en vano María,
la madre, era conocida por ser una de las doctoras que pasaba consulta en un ambulatorio
cercano a la iglesia, y su generosidad para con el paciente la hacían poseedora de una
nombradía, de una fama, que para sí la quisieran los magnates de la ciudad. 
La protagonista, Águeda, apenas acababa de saludar a la vida, no llegaba al mes.
Era veintiocho de febrero de mil novecientos sesenta y nueve. Un pequeño temblor 
despertó de madrugada a toda Sevilla, de manera que en los aledaños de la catedral
se alzó un cordón de seguridad para reparar los daños que una de las campañas había
causado al golpear contra el empedrado. Afortunadamente no hubo que lamentar 
víctimas, aunque los destrozos alcanzaron la cifra de tres millones de pesetas, que para
entonces se antojaba un esfuerzo financiero excesivamente alto para el consistorio. 
Discúlpenme, tengo que vestir a la niña y llevarla a que don Raimundo le aplique los 
santos óleos. Tengo prisa y he de irme. 
Mañana, si tengo un espacio, seguiré haciendo la crónica de lo que fue sucediendo.
Feliz día para todos— y para ti, especialmente. 

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  • Autor: Albertín (Seudónimo) (Offline Offline)
  • Publicado: 17 de febrero de 2023 a las 08:41
  • Comentario del autor sobre el poema: Otra historia más, de puro inventada.
  • Categoría: Cuento
  • Lecturas: 21
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