Érase un poeta llamado Neruda
que se enamoró de una mujer muda,
que no hablaba ni le obedecía,
que era callada y un tanto fría.
Neruda se enamoró de una mujer
que en presencia era tan silenciosa
que asimilaba la ausencia;
que cuando él hablaba, ella no lo oía;
que cuando él callaba, ella le sonreía.
Neruda se enamoró de una mujer idealizada,
de una historia inexistente por él imaginada;
de una dama que —según él decía—
se parecía mucho a la melancolía.
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