Ahí está, en el rincón,
un folio vencido, doblado sobre sí mismo,
como quien intenta abrazar su fracaso.
No queda en él el eco de promesas,
solo las sombras grises de lo desechado.
El escritor, tal vez, lo miró de reojo,
como quien mira a un amigo que defrauda,
y, sin pensarlo demasiado,
dejó caer su peso en la papelera,
tan ligera, tan inmensa,
tan llena de olvidos sin nombre.
Es fácil arrojar el papel,
difícil mirarlo y quedarse quieto,
escuchar el latido sordo
de lo que quiso ser un verso,
un mensaje, una pequeña ventana
que nunca encontró la luz.
Pero el folio no se queja.
Mira con resignación la sala vacía,
el lento oscilar de una escoba,
el rumor de pasos que vienen y van.
Él sabe que pertenece al rincón,
al reino de lo no escrito,
y aun así guarda silencio,
como quien no se atreve a llorar.
Quizá, una tarde de lluvia,
entre el ruido del agua y las pisadas cansadas,
alguien note su presencia
y alise sus heridas con cuidado,
como si fuera un mapa olvidado,
como si entre las arrugas
latiera todavía un poema por nacer.
José Antonio Artés
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