Una niñez sobre ruedas

Pasá que te cuento - Miriam Venezia (Marca y Logo Registrados)

Me desperté muy temprano ese día, tanto que todavía era de noche. Di mil vueltas en la cama intentando volver a dormir, pero la alegría y el entusiasmo no me dejaron. Tratando de no despertar a mis padres y a mi hermana me vestí y me senté en la cama a esperar, en silencio, que se hicieran las seis de la mañana. Sonó el despertador y mamá encendió la luz para despertarnos y se sorprendió al verme, lista ya para salir. Me adelanté y desperté a mi hermana diciéndole que había llegado el momento, que se apurara a vestirse.

Cuando llegamos al comedor, mamá traía el café con leche y el pan para desayunar, mientras conversaba con papá para ultimar detalles.

Por fin se levantaron de la mesa, mamá retiraba las tazas y papá daba las ultimas instrucciones mientras acomodaba las valijas, “¡al fin!” pensé, y subimos al auto que se encaminó hacia la gran estación.

Al llegar me apuré a bajarme y corrí seguida por mi hermana.

Tenía seis años y en ese entonces el tren me parecía enorme y fascinante. En nuestra carrera, mi meta era llegar al final del andén para ver la gran locomotora; la de mi hermana, no perderme de vista, pues, a pesar de tener sólo un año y meses más que yo, siempre estaba ahí, cuidándome... y, no creo que haya sido una imposición de mis padres.

¡Y allí estaba, imponente, negra y brillante!

De pronto un pitido ensordecedor hizo salir una blanca nube por su enorme nariz; un poquito me asustó, era la primera vez que la veía en persona, pero la fascinación pudo más.

Se ve que era como una señal, ya que mi hermana me tomó de la mano y me llevó hasta el tercer vagón donde mamá y papá nos esperaban.

Era momento de subir, casi trepé tres altos escalones hasta un pasillito y entramos por una puerta que estaba a la izquierda. A partir de ahí había un largo pasillo con asientos dobles a ambos lados y con unas grandes ventanillas que nos permitirían mirar el camino. Papá buscó unos números que había sobre ellas, y cuando se detuvo acomodó las valijas en unos estantes que estaban arriba.

“Si se sientan juntos en uno y nosotras en otro, no podremos vernos en todo el viaje” se me ocurrió con cierta preocupación. ¡En eso, papá puso su mano en un agujero que estaba en la punta del respaldo y tiró con fuerza, y a mí no me alcanzaban los ojos para ver cómo lo corría dejando los cuatro asientos enfrentados!

-¡Qué genialidad!, seguramente sabrían que éramos cuatro y lo reservaron para nosotros -dije, y aplaudí con muchas ganas... pero no entendí por qué se reían; no me importó y me reí con ellos.

Mi entusiasmo se diluyó cuando vi que papá abrazaba a mamá como despidiéndose; después lo hizo con mi hermana y finalmente conmigo, y con un tierno beso me explicó que tenía que trabajar y no viajaría con nosotras. Me entristeció y lo abracé muy fuerte.

Cuando bajó del tren, mamá subió la ventanilla y casi me colgué en ella para tocar la mano en alto que nos saludaba y nos acompañaba.

En ese momento, un nuevo pitido y el tren comenzó a moverse pesadamente, anunciaba la partida. Papá nos siguió hasta que se terminó el andén; cada vez lo veía más chiquito, y le grité hasta que dejé de verlo. Me senté sin terminar de entender lo que acababa de pasar en ese corto tiempo. 

Mi hermana, que parecía saberlo desde antes, me contó que viajaríamos varias horas y al llegar nos esperarían los tíos, con quienes pasaríamos varios días y luego papá iría a buscarnos.

Entonces me tomó de la mano y fuimos a recorrer el tren hasta el vagón comedor, donde compró unas galletitas que compartimos con mamá.

Ya me había olvidado de la tristeza y entre juegos y cuentos hicimos un grandioso viaje.

Al año siguiente, cuando papá nos llevó a la estación, lo abracé fuerte y le dije cuánto lo amaba y que contaría los días hasta que fuera a buscarnos.

Y corrí por el andén para volver a ver la hermosa y brillante locomotora que haría posible una nueva aventura.

¡Qué época!

Pasaron muchísimos años y recuerdo con melancolía los interminables andenes de la enorme estación, con su altísimo techo abovedado; y esos viajes en tren, que nos generaban tanta expectativa y emociones.

Me apena saber que los niños de hoy no los pueden disfrutar, que ya no pueden correr libremente entre las personas y, más aún, saberlos con otra capacidad de asombro que, a veces, les dificulta disfrutar las simples cosas, que son, en definitiva, las que nos dan mayor felicidad.

 

 

Miriam Venezia

24/04/2023

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