Esta vez, el cansancio de su cuerpo lo hizo caer en un sueño profundo; tan profundo como nunca había ocurrido. Lentamente fue olvidando el dolor de su cuerpo y sus cicatrices parecían ya no estar ahí. Ya no escuchaba el bullicio de la gente, ni el sonido del agua al caer sobre el techo. Lo último que escuchó fue el ladrido de un perro, que parecía una agradable despedida. En silencio crecía con el pasar del tiempo; sin embargo, la luz se hacía cada vez más intensa. Pudo ver su alrededor aún con los ojos cerrados. Fue así como pudo divisar la silueta de aquel hombre, quien lo esperaba en el fondo del camino. Había transcurrido más de veinte años, sin embargo, parecía que lo había visto ayer. No le costó trabajo darse cuenta de quién se trataba ya que su silueta se reflejaba frente a él cada vez que se miraba en el espejo. El parecido era enorme. Como si se tratase de dos gotas de agua. No fue necesario pronunciar palabras. Bastó con el pensamiento, el cual brotó como manantial al llegar a su lado. Quiso formularle una primera pregunta y fue sorprendido con la respuesta, la cual se adelantó al intento de cuestionarle. - Nunca me fui, estuve todo el tiempo a tu lado. Pude ver cada uno de tus pasos. Te vi crecer al lado de tus hijos. Te vi un millón de veces intentando ser el mejor padre del mundo; y lo más curioso, pude ver como todos los días luchaste de manera incansable por no parecerte a mí, mientras te hacía cada vez más idéntico. Sé que muchas veces quisiste hablar conmigo. Lo noté en aquellos amargos momentos en que te sentías solo; aquellos momentos en que te preguntarte por qué me había ido. Te escuché tantas veces cuando me hablabas en silencio. Fue esa la razón por la que visité tantas veces tus sueños, deseando que pudieras verme, tal como siempre te estuve observando. Vi que te convertiste en el padre que te hubiese gustado que fuera yo contigo. Te extendí mis manos para ayudarte a levantar cada vez que caíste al suelo; y a pesar de que nunca la viste, me llenaba se satisfacción a ver que te levantabas con la misma fuerza con que yo lo haría. -Pero, por qué nunca me dijiste que estabas ahí, si te extrañé tanto. - Lo hice siempre, sólo que no podías escucharlo porque te encontrabas en otra dimensión. Sabía que querías verme, sabía que tenías muchas interrogantes, sabía que no ibas a encontrar la paz hasta poder verme. Siempre estuve aquí. Nunca partí. Esperé con paciencia tu llegada porque sabía que algún día ibas venir. Ahora estamos aquí, parados uno frente al otro y estoy sorprendido de ver cuánto te pareces a mí. Debo confesarte que disfrute haber partido aquella noche en que dejaste de verme. Lo disfruté porque a partir de ese instante, estuve más cerca de ti que lo que pude estar cuando físicamente tus ojos podían verme. Me alegró sentir como aprendiste a verme con el corazón, escuchar tus pensamientos, oír como hablabas conmigo cada vez que estabas en silencio. Siempre quise contestarte, pero sabía que tus oídos no estaban preparados para escuchar mi voz; sin embargo, me llenó de satisfacción cada vez que vi que hacías las cosas que yo te pedía que hicieras. Cada día lo hiciste tal cual yo lo hubiese hecho. Sólo que fue necesario que yo ya no estuviera para que empezaras a sentirme cerca. También vi a tus hijos crecer. Viví cada una de tus alegrías y tristezas. - Hubiese sido más fácil para mí si no te hubieras ido. Te necesité tanto. Cada día quise saber dónde estaba para ir a comentarte algo, hablarte de mis aciertos y mis desaciertos; decirte que al criar a mis hijos pude entenderte, pude conocerte por primera vez; saber cuánto sufriste cada vez que me enojé contigo; cuando quisiste abrazarme y sencillamente no sabías cómo hacerlo porque me pasó igual, cada vez que quise abrazar a mis hijos y me frenaba el no saber hacerlo. Es curioso, lo único que aprendí de ti en no saber abrazar a mis hijos. - No es así, aprendiste todo de mí. Aprendiste a amar a tus hijos con la fuerza de la erupción de un volcán; sólo que al igual que yo, nunca supiste decirlo. Aprendiste a ser honesto en todo lo que haces. Te vi cultivar la verdad en un pobre intento en diferenciarte de mí. Sé que te molestabas cada vez que yo mentía, pero también sé que nunca fue necesario que te dijera la verdad, ya que estaba convencido de que, a pesar de mis mentiras, tú sabías interpretar la verdad en cada cosa que decía; era como si estuviera seguro de que me leía la mente y que entendieras mi verdad, que se ocultaba siempre detrás de una mentira, pero que sólo tú te dabas cuenta de la realidad. Supe siempre que tú sabias que mentir era mi manera de decir la verdad. Fue necesario que te hiciera creer que nunca te quise para que pudieras descubrir por ti solo que eras lo que más amaba. Ha pasado el tiempo y ahora estamos los dos aquí, uno al lado del otro. Ven, acércate. Te invito a mirar atrás y a observar las huellas que dejaste en el camino, las huellas de cada paso que diste. Si te fijas bien, tus huellas nunca estuvieron solas. Marcharon cada vez detrás de las mías. Sin darte cuenta, seguiste cada uno de mis pasos, por eso fue tan fácil que me encontraras. Por eso estuve aquí parado al final del camino, convencido de que llegarías hasta mí. Ahora quiero pedirte que me dejes darte el abrazo que nunca te di.
- Autor: Pedro Pérez Vargas (Seudónimo) ( Offline)
- Publicado: 29 de julio de 2023 a las 20:09
- Categoría: Sin clasificar
- Lecturas: 6
- Usuarios favoritos de este poema: alicia perez hernandez
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