Ojalá...

No sé si es la carne que se me estira
hasta descoserse o es que el día es
de perros; el caso es que me siento a juego
con el gris de afuera.
La cortina de lluvia es tan de leche
que casi no se ve el circular de los coches,
disolviéndose sobre el mojado de la carretera,
haciéndose un mar cuando un vehículo pisa
cualquiera de los charcos y se levanta alta
una ola improvisada, y el sonido que sube
es tan triste que me traslada a una playa, 
desierta, con un mar delante que apenas
la considera, y cuyo persistente oleaje
se estrella una y otra vez contra el cristal
traslúcido de una ventana, casi en la orilla, 
de una especie de bungaló abandonado,
ahondando así la quietud que impera detrás. 
Estoy —son las cinco y media— escribiendo
casi con una mano, la otra descansa cansada
sobre la cabeza, el codo apoyado en la caoba
clara de una mesa ya usada, con muescas de
anteriores batallas, de aburridos lápices 
que horadaron sin permiso su superficie
en una tarde de deberes, gris, tan húmeda
como esta, y dando al traste con una madera
merecedora de mejor suerte, no valorada 
por ese niño ni por ningún niño porque los niños 
—inconscientes de lo que duele un bolsillo—
no están en edad de valorar. 
Parece que ha remitido por momentos la lluvia,
un leve intermedio, un intermezzo de silencio
en el frío y desangelado ambiente, una tregua. 
Acabo de notar una leve subida en la entonación
de la luz, y debe de ser que el sol, como quien 
explora en la selva, se abre paso a duras penas 
entre el denso follaje de nubes grises que se extiende
delante, tan denso que el cuchillo del que se vale
apenas resiste tanto trabajo —la luz vuelve a su 
anterior grisura. 
Son ya las seis y diez de la tarde y las nubes,
aunque tristes todavía, han emprendido una huída
repentina y veloz —ojalá fuera que el sol, en su afán
de abrise paso, está empujando desde la retaguardia
hacia las afueras de esta tristeza que la ventana ofrece. 
Ojalá...