Algunas tardes paseo distraído
por las callejuelas del barrio de Gion,
un laberinto de pisadas lentas
en el corazón de Kioto.
Sobre los charcos el reflejo
de las pequeñas tiendas que venden
recuerdos melancólicos de atardeceres,
quitasoles de luna
noches de globos rojos,
bajo la continua luz amarillenta
de las linternas de papel
donde hay poemas rotulados
en el camino de la escritura japonesa.
En la pequeña cafetería de Kaikado
tomo café que caliente mi alma
y me llego al jardín de Shosei-en
a oler el dulce perfume a vino
de las flores del ciruelo.
Al regresar me cruzo con un templo taoísta
donde escucho una plegaria de besos
de quien amó y no supo lo que perdía,
lánguidas muchachas desvanecidas
bajo sus pálidas máscaras.
El silencio me cubre los hombros
como un echarpe de seda,
la oscura resiliencia que en mí anida
cruza por recovecos despintados
por el puente arqueado del ocaso.
Tantas cosas perdidas de vuelta a casa
por la calzada del taciturno asfalto
un cielo de luciérnagas
y otro de espantos milenarios.
¿Soy yo?, me pregunto al verme,
fugitivo en la furtiva imagen
de un espejo enfriado,
en el ángulo muerto de la imaginación.
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