La envidia va tan flaca
y amarilla porque muerde
y no come.
—Quevedo.
Envidia.
Esa que malversa,
que tergiversa todo
lo que va derecho,
que se pertrecha
de lo más recóndito,
de lo más perverso, esa...,
esa que pesa en el alma,
la que se despeña por los terraplenes
de lo ingrato, esa que, traviesa,
confunde el sentimiento y lo represa,
lo atraviesa, lo apresa y lo secuestra
como una villana, como una traidora,
malparidora de desmanes,
auriga de caballos galopantes
contra el muro de un callejón sin salida,
fuente de malasañas y mentideros,
brújula de malos derroteros, de naufragios.
Esa envidia que se desperdiga
por los campos concibiendo malos frutos,
esa, la puta, la que se apoya en el poste
de aquella esquina y trae a maltraer
a maridos, novios y padres de familia,
esa que, contra el amigo, el cuñado,
el hermano o el padre, lanza sus dardos
envenenados y emponzoña la sangre,
la pervierte, la perturba, hasta extraer
de ella la sustancia que le da sentido:
hematíes, glóbulos blancos, azules, amarillos,
plaquetas, plasma, y demás corpúsculos
teñidos de carmín —todo sumidero abajo—.
La envidia: qué desafortunado invento
de la psique humana, qué lunar tan negro
en un universo tan blanco de constelaciones
como el blanco inmaculado de una virgen,
qué despilfarro de energía, qué zafiedad dentro
de un mar de lindezas, de grandezas, de un ser
llamado hombre —también mujer, o si se me
permite primero mujer, por ser el sexo fuerte,
y después hombre, por haberse quedado en
el limbo que media entre la mujer y el mono—.
Sí, querido Don Francisco; muerde, amenaza,
aventa al aire sus garras, sus uñas, sus dientes,
mas no llega a morder porque su aparataje,
su ejército, su arsenal, es de leche, líquida,
inconsistente, de una falsedad muy falsa, tanto
que hasta la caries que le nace es mero reflejo
de un espejo convexo al fondo de los labios,
un cielo de la boca adolescente de estrellas,
de luna, de un azogue tenebroso que tras
el cristal se cierne inmenso, sin hueco posible,
sin esperanza probable, sensible, rentable,
sin horror vacui, una especie de bosque maldito
en los arrabales del trópico, tan tupido
que no cabe un alma, un gramo de neurona
pensante; tan tupido que es estúpido, lamentable.
Envidia, qué mal invento eres...
- Autor: Albertín (Seudónimo) ( Offline)
- Publicado: 21 de marzo de 2024 a las 09:00
- Comentario del autor sobre el poema: Es como si en una playa, con barquitos de papel sobre la superficie del agua, con una mar en calma, irrumpiera de repente un tiburón.
- Categoría: Reflexión
- Lecturas: 15
- Usuarios favoritos de este poema: Kapirutxo, Lucía Gómez, José Valverde Yuste, Pilar Luna
Comentarios2
Un gusto leer tu excelente Reflexión. Afectuoso saludo.
"Envidia.
Esa que malversa,
que tergiversa todo
lo que va derecho,
que se pertrecha
de lo más recóndito,
de lo más perverso, esa...,
esa que pesa en el alma,"...
Otro para ti Lucía. Hoy ha tocado ella, la humana...
Muy bueno estimado poeta, feliz día de la poesía. Un abrazo con la pluma del alma
Me alegra que te guste José.
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