MEMORIA

Tomás Sánchez Rubio

Hace dos días volví a soñar

con mi padre, con sus acogedoras manos

esculpidas en la hojarasca,

y su sonrisa amplia como

tropel de dehesas.

 

Caminé, desamparado,

bajo ese sol ingrato de la memoria

que nos hace,

cada vez con mayor frialdad,

entornar los párpados y el corazón,

anhelando proteger nuestros heridos ojos

y ocultar las grietas

de nuestra deshilachada alma,

casa desolada de espejos rotos

y lunas marchitas,

con los suspiros de unos labios mudos

por la melancolía de un ayer

que no se cansa de mirarnos

mientras simulamos dormir.

 

Como toda persona ajena a

la mezquindad de lo superfluo

y al regusto salobre del azar,

por haber nacido en el peor,

el mejor de los tiempos,

mi padre ofrecía refranes

a quienes le salían al paso,

aunque no se detuvieran

y rehuyesen su mirada

de persona que sabía estar de pie

frente al fragor de mareas y rutinas.

 

Al pie de la letra y de un árbol

de espesa sombra

me refugio de las deshilvanadas nubes

de la existencia y sus avatares.

Y vuelvo a ir de su mano

por un parque

con soleadas avenidas y palmeras

de cimbreantes siluetas,

que bailan entre los rosales

y acunan a las palomas

que se acuestan temprano,

temerosas de que las estrellas

las sorprendan

tocando sin querer

su cielo azul noche.

 

Cuando vino mi padre a morir

a casa, lo estreché largamente

entre mis brazos,

pero solo era ya

huesos y carne rota por el dolor

que llenaba de lágrimas las ventanas

de su cuarto cada atardecer.

 

Cada octubre llueve más fuerte

sobre mi viejo cuaderno de dos rayas

y mis lápices sin punta

de colores desvaídos,

los mismos con los que aprendí

a escribir mi historia

y la historia de los demás.

                                               (Del libro Días de Redención, 2019)

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