Prefiero llamarte Luz.
Lo prefiero porque tu nombre
no es tu nombre, no te nombra
lo que debe nombrarte, lo que eres,
lo que desprendes...
Tu nombre se me ancla en la más honda
tradición hispana, Juana, pero te llamo Luz,
te hace más justicia, te define con más acierto,
con más exactitud para con lo que despides,
para con lo que ofreces a quien puede mirarte,
a quien, aunque fuese a través del espejo
de lo virtual, te vive, espejo que es amigo
de imaginar y enemigo de tocar.
Sí, es cierto, siento tu presencia, tu calor,
mi imaginar te toca, te besa, te siente cerca,
te quiere cerca, e inventa la brasa a que llega
la leña de tus mensajes, de tu voz, y ese calor
que produce su combustión me llena por dentro,
y lo enciendes tú, un calor que nace lejos, sí, un calor
que es efecto de tu sol, de tu luz, y que me calienta
cerca, y que inventa en mi cuarto un hogar, tu hogar,
mi hogar, donde el fuego es una pantalla ancha
de la Caixa y el sofá, en frente, un nido para dos,
y me llamarás, y me envolvierás en una fragancia
solo tuya que adivino suave, salina, de mar cercano,
que te espera cuando necesitas un hombro amigo
donde apoyarte, y te peina con su brisa, y te acaricia,
y te concede un sueño momentáneo, reparador,
y te levantas de la arena reconfortada, y vuelves
a la realidad con otro rostro, con otra perspectiva.
Te mando un mensaje —¿Qué haces?— en busca
de tu palabra, de una palabra que se digiera en mí
produciendo un calor delicioso, una cálida caricia,
y me irrumpen de repente las ganas de estar cerca,
de tocarte la espalda, de tu sonrisa.
Te pienso en una Barceloneta solitaria, una tarde
cualquiera de asueto que se retira detrás del hotel Art,
que lo enrojece con el rojo del amor que sentimos,
tú todavía en el agua, yo en la arena tendido, rebozado
de placer, con las huellas en mi piel de tu piel,
de tu frescura, de tu vitalidad engarzada con la mía,
en un unísono único e irrepetible.
Me viene la sensualidad de tu voz, mientras escribo,
la rapidez sorprendente de tus ocurrencias, la gana tuya
—emergente, vigente, punzante— de saber de mí,
del por qué de mi manera de decir, de saber en qué
consiste ser de donde soy, quien soy, de en qué consisto,
de saber de mi mundo, que intuyes interesante, de aquello
que te ofrezco, nutriente, atrayente a tu juicio, diferente,
y te lo ofrezco a cambio de ti, de tu pulpa, de la naturalidad
de tu belleza, de tu inteligencia de cuchillo afilado, de tu bondad,
de tu insultante frescura de manzana recién desprendida,
de tu dulzura natural, sin aditivos, sin colorantes, que no trata
de ir más allá de sus fronteras, que no aspira a tocar la luna
dando un salto, que nace de dentro y no pertenece a tu cuerpo
pero que a tu cuerpo se adscribe, se inscribe, describiendo
las curvas y rectas más hermosas que tratado de geometría
haya recogido hasta la fecha.
Esa sonrisa... esa grandeza que no abarco con mis manos.
No tengo palabras, más palabras...
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