¡Dios…! -murmuro- todos los días al llegar
la aurora
y no hay nadie a quien hablar.
¿Acaso he llegado tarde a este afónico lugar,
de mar en que se ahoga el día?
¿Y sabes? A veces siento a una sombra
rondando
esta hondura metafísica en que se me ahoga
el corazón.
¡Dios…! -murmuro- No sé si eres tú o es ella,
pero algo debe saber
ese pájaro cruel que llega a graznar
al atardecer ¡Y yo le miro…!
Como si el pudiera comprender la mísera vida
en que nos arrastramos
en medio de dulces romerías…
¡Dios…! -me digo- y me siento bueno,
con este dolor de enamorado,
de humana ecuación de amor que al final
nos deja siempre
al costado y debajo de un montículo de tierra.
Se diría que voy arrastrando mucha pena,
y ardiendo
en el largo minuto en que se cierra el ataúd,
se diría que voy murmurándole
mis recuerdos al aire simple,
ese que sale del padre y llega tardíamente
al hijo…
Pero, no lo sé.
Solo voy mirando el diciembre en que se me fue
la vida,
y digo: ¡Dios…!
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