En la quietud de un alba eterna, se encuentran, más allá de los tiempos, Buda y Jesús, en un tablero infinito donde la mente y el espíritu se entrelazan.
Jesús, con mirada de abismos celestiales, refulge con el fulgor de galaxias ignotas, sus dedos acarician peones cual corderos que marchan serenos hacia un destino místico.
Buda, sereno como el loto en el estanque, sus ojos, profundos lagos de sabiduría, orquestan movimientos con la precisión del cosmos, sus alfiles como dharmas que cortan la ilusión.
Ambos juegan en silencio, un diálogo sin palabras, cada jugada, una parábola en sí misma, las torres como templos que desafían al tiempo, los caballos, encarnaciones de voluntades divinas.
La reina de Jesús, radiante como la aurora, desliza su poder con la gracia de un milagro, mientras la de Buda, etérea como la iluminación, se desplaza con la levedad de una hoja en la brisa.
El rey de cada uno, paradoja viviente, testigo y protagonista de un viaje interno, encarna la dualidad de la existencia, un ser que se encuentra y se pierde en el tablero.
En esta partida de ajedrez cósmico, la mente de Buda, estratégica y desapegada, encuentra en Jesús, el sacrificio de un peón, la redención de un movimiento inesperado.
Los espectadores invisibles, almas del universo, contemplan en reverencia este encuentro sublime, donde cada jugada es una enseñanza, cada jaque, una revelación de la verdad oculta.
Y así, en el ocaso de un turno eterno, Buda y Jesús sonríen con comprensión infinita, pues en el juego encuentran la unidad del todo, la esencia pura del ser en la infinita partida.
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