Presión

Alberto Escobar

 

 

 

Era una belleza. 
El palacio se extendía arriba,
sobre la montaña, una montaña
herida de breza y hojarasca, agreste
como un bosque recién nacido.
Era y es, hermoso.
Yo de vacaciones, reparándome
de tanta presión en pos de objetivos
que no son míos ni me importan
—aunque se trata de mentirme
que sí para dar sentido a esta tragadera
insensata de balances de situación 
y gestiones financieras para engrosar
las arcas de otros¡si fuera para mí!—. 
Sigue siendo bonito, un balneario.
Por las mañanas, en ayunas, me gusta
disolverme en la piscina caliente, la roja,
la que queda detrás del comedor, la de la
sal yodada y esencias sobrenadando 
la calma, la restauración; y manotear
sin razón ni sentido, como me sale, libre
de las miradas, de los juicios del supervisor
de cuentas que siempre saca de su bolsillo
una mala palabra, un desaliento con leche
y tostada bien temprano, cuando mis reflejos
no saben reaccionar por que no soy persona. 
Desde lejos más, incrustado en una sierra
sin dientes de sierra, con las lomas suaves,
como los contornos de tus caderas, tus piernas,
—que ahora se me vienen de repente—, tus ojos
verde oliva recortados sobre un negro habitación
picadero, el de la calle Ensenada uno, ese que
guardo solo para ti y para mí —alguna otra
lo ha probado, no se lo digas a nadie, jajaja—.
Es un trozo de edén en medio de una guerra,
de una devastación que no se sabe ni su por qué
ni su qué vendrá, y que justifica, aunque sea solo
una eternidad entera, el sueldo que cada mes
llega aliviando la sed de mi pozo sin fondo. 
Preparo ya las maletas —vuelvo a la vorágine—. 

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